Me gusta pensar que nadie hace mal a sabiendas, como brillantemente nos enseñó Sócrates y la psiquiatría contemporánea; sin embargo, cuando leo noticias como que “los empresarios de la construcción acusan de competencia desleal a las entidades financieras” es difícil reconciliarse con el ser humano porque no hay enfermedad mental ni incapacidad de discernimiento moral como para disculparles. Y es que la maldad es tan relativa que hasta Hitler y Stalin fueron serios candidatos para obtener el Premio Nobel de la Paz.
En un mundo justo los constructores expiarían con dolorosos tormentos su turbio enriquecimiento a costa de ciudadanos desesperados animados por la publicidad engañosa del gobierno socialista, de la banca y de las inmobiliarias. La ruina y la cárcel debería ser el precio a pagar por sus pecados capitales, a saber, la avaricia y la soberbia, pero pretenden evitar la retribución creyendo que el infierno no va con ellos. “La chusma es la que debe pagar” —deben de pensar— “y habría que repartir la culpa entre el conjunto de la sociedad” como acaba de hacer Sacyr tras su fiasco en el Canal de Panamá que se pagará entre todos los españoles.
Los constructores son culpables de privatizar sus beneficios, de nacionalizar sus pérdidas y de acusar de deslealtad a la competencia —antaño amiguetes—, en un peligroso delirio querulante que, a buen seguro, se extenderá al conjunto de la población con un irritante “nadie les obligó a comprar”. Y es que los constructores no son liberales ni socialdemócratas, sino ladrillistas porque su única política es ladrar cuando no venden ladrillo. A la que no les conviene el sistema político le quitan el velo de ignorancia a Rawls para sustituirlo por otro coyuntural, transparente y arbitrario.
Bien es cierto que, en numerosas ocasiones, es preferible hacer el mal para alcanzar bienes mayores pero tamaño ejercicio de solidaridad también le era ajeno a los constructores. Ellos, más bien, activaron el lado oscuro de su naturaleza al aprender que en la democracia neoliberal no se mide la pena según la participación en la culpabilidad de cada quien, sino que el mal cometido por unos es padecido por gentes ajenas al latrocinio. Esto lo comprobamos en el nauseabundo modo en que las elites extractivas —beneficiarias en el pasado de los constructores— tratan ahora de devolverles el favor y consolidar la simbiosis. El precio a pagar les sale gratis: que el pueblo pase una larga temporada en el infierno.
La antorcha de Diógenes
Rafael Robles
http://www.rafaelrobles.com
@RafaelRob
[…] dejo el podcast de mi nuevo artículo en MiCiudadReal titulado “La construcción de la maldad“ La construcción de la […]
En el infierno no vamos a pasar una larga temporada sino lo que nos resta de vida, esto va para largo y llevamos pasándolas canutas mucho tiempo.
No lo hubiera dicho mejor Rafael. Así es, la chusma (de izquierdas y derechas) nos vamos a pasar una larguísima temporada en el infierno. Mientras tanto, el diablo sigue vistiendo en las tiendas de Prada. Marca de Ropa que en España sube como la espuma ¿Por qué será?