La abuela de mi mujer era una de esas personas sacrificadas de antaño, una de esas castellanas íntegras y generosas que dejaban a hispanistas que pasaban por aquí, como Ticknor, admirados y haciéndose cruces.
Durante la Guerra Civil todo escaseaba y no era bastante la cartilla de racionamiento para conseguir, por ejemplo, la leche que necesitaban sus hijos, porque al poco de llegar el lechero a la ciudad la extrema demanda la agotaba. Así que, como buena matrona manchega, tomó la costumbre de madrugar y, mientras caía la escarcha en la hora más fría del día, antes del alba, salía de esta ciudad, antes villa, y se acercaba por la carretera de Miguelturra al lechero que la traía en su acémila a Ciudad Real para comprarla antes de que el escaso suministro se agotara.
Pero su generosidad le costó cara: cogió una bronquitis crónica a causa de la intemperie que le acortó considerablemente la vida. Por demás, y ya en la posguerra, uno de sus hijos, un joven muy espabilado, hasta el punto de que algunos hablaban de hacerlo secretario del Ayuntamiento (disculpen la obscenidad), enfermó gravemente del corazón. La madre, inquieta, no reparó en sacrificios para que el chico se repusiera pronto; por ello fue a ver a un médico de gran fama, quien le recetó inyecciones de calcio. Cada quince días se repetía la visita, para que se las pusiese él mismo, cobrando religiosamente el tratamiento y la medicina. El caso es que, de todas maneras, el chico empezó a sentirse mucho peor a pesar del prolongado tratamiento. Otro médico lo vio y su dictamen fue elocuente: la leve afección cardíaca que padecía se había curado hacía tiempo, pero la rutina de las inyecciones de calcio del médico, una y otra vez, solo para cobrar, a pesar de no ser ya necesarias, le habían causado una enfermedad cardíaca mucho peor. Ya solo le quedaban tres meses de vida. Y falleció en ese plazo. Quien me contó esto fue una de sus hijas, que no pudo estudiar, a pesar del empeño cerril de la maestra, que quería que hiciera estudios superiores y fue muchas veces a decir a su madre que, por amor de Dios, la chica valía mucho y no podía dejarla consagrada a sus labores y ajuares. Pero, no habiendo dinero ni becas, no había remedio. El mérito no florecía en esa época si se era mujer entre muchos hermanos y sin lo suficiente para pagar las cuentas que una educación en regla exigía, que eran muchas. Si su hermano hubiera sido un poco más afortunado, solo habría tenido que padecer la falta de escrúpulos del comercial que vendió talidomida en Ciudad Real cuando en toda Europa ya se sabía que hacía nacer bebés sin brazos o sin piernas o sin nada de eso, o con extremidades atrofiadas. Por lo menos no hubiera muerto.
La siguiente historia de la Guerra Civil le ocurrió a mi abuelo y me la contó mi padre. Al terminar la guerra, pasó por su pueblo un camión de presos que al amanecer, con terrible eufemismo y como escribían a sus familiares, «partirían con rumbo desconocido». A dar un paseo, vamos. Uno de los que iban en ese camión de presos reconoció a mi abuelo, por ser conocido y coterráneo suyo y lo saludó. Él también lo vio y, sabedor de adónde iba, lo saludó levantando la mano en un último adiós. Pero el sicofante o cabrón oficial del pueblo denunció que había hecho el saludo republicano, esto es, el puño en alto, acompañado del ¡salud! habitual, y, en consecuencia, fue recompensado debidamente con una paliza que le dejó la camisa pegada con sangre a la piel y medio muerto. Y mi abuelo era un tiarrón de metro noventa, pero ante cinco tíos debidamente armados y con garrotes de los de antes, poco cabía hacer.
La última historia le ocurrió a una conocida mía, nieta de la abnegada madre de que he hablado. No es de la guerra, pero podría serlo, ya que me recuerda mucho a algunas de las historias anteriores. Resulta que una ministra del régimen, llamada por mal nombre Mato, y no sé si también una casposa secuaz suya, decidió ahorrar en radiólogos y que, por ejemplo, pasasen las radiografías de las mujeres que habían tenido cáncer sin diagnóstico previo directamente al médico de cabecera e incluso al oncólogo especialista. En consecuencia, se suprimió uno de los dos criterios necesarios para evitar el error en enfermedades graves. El resultado fue que pasaron tres o cuatro años de revisiones sin que el oncólogo u oncóloga notase una metástasis brutal. Este error médico fue descubierto por el médico generalista. Desde luego, no sé cuánto habrán logrado ahorrar los virtuosos e incorruptos dirigentes que nos maltratan, pero sí sé que muchos pagarán ese dinero con algo que no tiene precio: la vida.
Contornos
Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/
Los pelos como escarpias. Gracias!!!
Reflejo del mapa familiar de muchos de nosotros, poblado de bisabuelas, abuelas y tías gigantescas. Mujeres, que como la protagonista de esta historia, sufrieron muertes de hijos sin que su abnegada entrega ni sus manos balsámicas ( las de mi abuela lo eran) pudiera evitarlo. Mujeres eternamente enlutadas, la intrahistoria de una época. Irrepetibles.
Mesurado y exquisito relato.
Escrito desde el filo de la verdad y eso se nota.
Chapeau!!!