José Ignacio González Mozos.- El siglo XIX español, prolífico en avatares sociales y políticos, asistirá al desarrollo musical de una sociedad volcada casi por entero en el fenómeno de la Ópera italiana y la Zarzuela, que dejará irremediablemente los géneros sinfónico y de cámara en un segundo plano hasta bien entrada la segunda mitad del siglo.
Sin embargo, debido al empeño de músicos como JesúsdeMonasterio y Juan María Guelbenzu, aparece en el año 1863 la Sociedad de Cuartetos de Madrid que, hasta el año 1894 en que desaparece, dará a conocer las obras de cámara de los principales autores europeos del neoclasicismo y el romanticismo. Igualmente ocurrirá con la Sociedad de Conciertos de Madrid, creada en 1866 por Francisco Asenjo Barbieri, Federico Chueca y Gaztambide, que tendrá la finalidad de dar a conocer el repertorio sinfónico europeo, lo que posibilitará que las sinfonías de Beethoven, las oberturas y marchas de las óperas de Wagner, los poemas sinfónicos de Strauss o las sinfonías de Tchaikowsky, pasen por el escenario del Teatro Circo del príncipe Alfonso con el consiguiente entusiasmo del público madrileño que, según las crónicas, celebró de forma enfervorizada la interpretación de la sexta sinfonía de Beethoven el 10 de Marzo de 1867, teniendo que interpretarse cuatro veces más a lo largo del mismo año.
Todo esto va a provocar, que especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, como ya señalamos, la música instrumental en España se revalorice, en especial la relacionada con el piano, en el que destacaron músicos como Santiago de Masarnau y Marcial de Adalid, o en el violín gracias al navarro Pablo Martín de Sarasate o a el ya citado Jesús de Monasterio.
Sin embargo, la guitarra española, sucesora de la Vihuela renacentista y que ya contaba con un relativamente amplio repertorio como instrumento de concierto -debido a guitarristas del siglo XVII y XVIII como Gaspar Sanz, Juan Carlos Amat o el fraile Miguel García, más conocido popularmente como “El padre Basilio”- era vista a menudo como un instrumento ligado al folklorismo o a la fiesta, por lo que solía ser relegada a un segundo plano. Se encargarán de desterrar los prejuicios hacia este instrumento grandes guitarristas del siglo XIX, entre los que debemos destacar a Federico Moretti, oficial del ejército español nacido en Nápoles y que publicó varios métodos para tocar la guitarra entre los que se encuentra “Principios para tocar la guitarra de seis órdenes”.
Mencionaremos también a Fernando Ferrandiere, Antonio Cano, José de Ciebra, Julián Arcas y sobre todo a Fernando Sor y Dionisio Aguado quienes brillaron en Europa junto a guitarristas italianos como Carulli, Carcassi o Giuliani y a los que dedicaremos nuestra atención próximamente.
A pesar de que todos estos grandes músicos hicieron evolucionar en gran medida el repertorio y la forma de tocar la guitarra, corresponderá a Francisco Tárrega Eixea revolucionar la técnica y la pedagogía del instrumento, dignificándola y ennobleciéndola, lo que propiciará que la guitarra ocupe definitivamente el lugar que le corresponde como instrumento concertista.
Francisco de Asís Tárrega Eixea, nace en Villarreal (Castellón) el 21 de Noviembre de 1852. Su padre, Francisco Tárrega Tirado, era conserje y su madre, Antonia Eixea, trabajaba como recadera para un convento de monjas cercano. Un accidente marcó su infancia, al caer a una acequia por descuido de la niñera que le cuidaba, lo que le produjo una infección severa que le afectaría a la visión durante el resto de su vida. Su padre le llevó a Castellón a estudiar música, pensando que podía perder la vista y que la música sería una buena manera de ganarse la vida. Así, sus primeros maestros fueron un guitarrista popular llamado Manuel González, conocido con el apodo de “El ciego de la marina” y el también ciego, Eugenio Ruiz que le enseña a tocar el piano. Más tarde recibiría clases de los guitarristas Basilio Gómez y del gran Julián Arcas. Ya en Valencia, su habilidad con la guitarra le sirvió para que el conde de Parcent y otras personalidades de la alta sociedad le ayudasen económicamente y le convencieran para que se dedicase al piano ya que, por aquella época, se veía a la guitarra poco adecuada para la “música culta”. Así lo hizo Tárrega, trasladándose al Real Conservatorio de Madrid en 1874 para estudiar solfeo, piano y armonía con Galiana y Hernando.
A pesar de todo, su vocación por la guitarra lejos de disminuir aumentó considerablemente, sobre todo tras el aplauso unánime del claustro de profesores del Real Conservatorio de Madrid en el recital organizado por el director del centro, Emilio Arrieta, y por el gran éxito cosechado más tarde en el teatro Alhambra de Madrid, tras el que Francisco Tárrega tomó la decisión de dedicarse por entero a la guitarra y de demostrar al mundo las posibilidades técnicas del instrumento. Comienzan así, tras establecerse momentáneamente en París, las exitosas giras europeas que le llevarán por Inglaterra, Bélgica, Suiza e Italia. De regreso a España, se casa en 1882 con María José Rizo estableciéndose en Madrid donde nacerá su primera hija el 31 de Octubre aunque morirá tres meses más tarde.
Debido a las dificultades económicas se traslada más tarde a Barcelona, ciudad en la que recibirá la protección y el mecenazgo de Doña Concha Gómez de Jacoby, a quien dedicará el famoso trémolo “Recuerdos de la Alhambra”. En Barcelona desarrollará Tárrega una gran labor como profesor y concertista, realizando giras por toda España y Francia, siendo Barcelona la ciudad donde prácticamente residirá el resto de su vida, a excepción de los tres años de estancia en Valencia en 1888 y el año que pasará en Argelia, en 1900, donde compone la famosa “Danza Mora”. Francisco Tárrega fallece en Barcelona el 15 de Diciembre de 1909, dejando una ingente obra para guitarra, y un prestigio y respeto que hará ocupar a la guitarra el lugar que le corresponde como instrumento concertista.
La figura de Francisco Tárrega se puede entender a través de cuatro facetas; la de intérprete, transcriptor, compositor y profesor. Como intérprete Francisco Tárrega se pone a la altura de los grandes virtuosos de la época como Sarasate o Rubistein, creando una profunda admiración y sorpresa en sus conciertos, en los que no faltaban sus transcripciones de las obras de los principales autores clásicos, lo que le obligó a un estudio pormenorizado de las posibilidades del instrumento. Como transcriptor, Tárrega trató de aproximar la guitarra a un público eminentemente clásico que gustaba de las obras de los grandes autores como Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Chopin, etc… Se estima que de todo su catálogo, unas 140 obras corresponden a transcripciones en las que también incluye a autores españoles de su época como Isaac Albéniz, quien llegó a alabar el carácter guitarrístico de las transcripciones que realizó sobre su obra pianística, como por ejemplo en Asturias.
Las obras del Tárrega compositor, constituyen verdaderas joyas de la literatura para guitarra en las que hace gala de una profunda expresión. A destacar el conjunto de “Preludios” en los que la intensidad expresiva, brevedad y sutileza se combinan con los límites técnicos del instrumento; “Capricho Árabe” compuesto en Barcelona en 1889 y en el que se recurre al “Alhambrismo”, es decir, a la búsqueda de lo exótico a través de un sonido “neo-árabe”; “Gran Vals” compuesto en 1902 y cuya melodía se ha hecho famosa por haber sido utilizada por la compañía Nokia como tono para sus móviles. Otras obras destacadas de su gran producción para guitarra son “Alborada”, “Mazurkas”, “Malagueña”, “Minuetto”, “Adelita” o el trémolo “Recuerdos de la Alhambra” en cuya partitura original rezaba el siguiente título; “IMPROVISACIÓN ¡A GRANADA! CANTIGA ÁRABE”; título que se cambió al publicarse a finales de la primera década del siglo XX. Esta obra fue dedicada por Tárrega a su protectora y mecenas Dña. Concha Gómez de Jacoby. Como profesor, y aunque no dejara escrita ninguna obra de carácter didáctico a excepción de los “Estudios”, Tárrega tuvo multitud de alumnos entre los que cabe destacar grandes intérpretes de la guitarra del siglo XX como Miguel Llobet, Emilio Pujol, Josefina Robledo o Daniel Fortea a los que transmitió su técnica que, inspirada en los principios de Sor, defendía el uso de las yemas de los dedos y no la uña en la pulsación de la cuerda.
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