Ayer, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, se celebró en Ciudad Real, con la insólita participación de todas las instituciones representadas en la capital, un acto en homenaje a las víctimas del maltrato.
Más allá de la retórica de discursos y manifiestos, de la artificiosa solemnidad, de muecas de compunción, el eje central de la ceremonia en recuerdo a las mujeres asesinadas consistía en prender la mecha de una vela. Una lánguida llama, luz de fugaz pabilo, para evocar la memoria de las difuntas.
Quizá fuera porque se agotó el oxígeno de la plaza, a consecuencia de la masiva presencia de cargos públicos y representantes políticos; o quizá que el cuarteto de viento, a dos palmos de la bujía, sopló el Canon de Pachelbel como la tramontana, pero, por más que el mechero cambió de manos entre los próceres mandatarios, ninguno de ellos atesoró la pericia suficiente como para quemar la cera.
Vencidos por el tedio, decidieron, a la postre, fingir el encendido; elevando así exponencialmente el cariz alegórico del homenaje. Prendieron la mecha sin prenderla, resolviendo simbólicamente un gesto cargado de simbolismo.
O no; porque esa figura fatua de los poderes democráticos asiendo a la par un estilete flamígero, en su vana tentativa de iluminar el recuerdo de las mujeres asesinadas, pudiera ser el reflejo de su menesteroso afán por cauterizar las heridas de la violencia machista. De un empeño que no consigue sino maquillar las cicatrices entre protocolos de opereta y desdibujar el horror doméstico con misas de difuntos, entroncadas en la propia liturgia del maltrato. Excesos escénicos grotescos en los que se institucionaliza la hipocresía y se banaliza el dolor, a poco que se observen con cierta perspectiva.
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Eusebio García del Castillo Jerez
Sencillamente, un buen artículo y si me apuras, con tintes poéticos amargos dada la solemnidad de la celebración.
Me ha gustado la metáfora.
Real como la vida y la muerte mismas.