Fermín Gassol Peco.- Es en medio de nuestra llanura manchega donde se presenta altivo, arrogante, exclusivo, dominante, señor de lo que divisa. Se diría que sin él todo lo que le rodea carece de identidad y de sentido. Es el pasado, el presente y el futuro; es la belleza y el encanto de un árbol solitario en el paisaje, una nube de esperanza, frondoso mástil que se yergue en el horizonte, quijote abanto, un verde oasis donde las aves y pastores encuentran su cobijo, un norte para caminantes y caminos.
Dice un anciano del lugar que siempre lo vio así, que siempre estuvo ahí, que siempre formó parte del paisaje y de su vida, que ausente su figura no tendría sentido ese lugar. Que fue su temprano consejero y desde entonces su permanente compañero, el que siempre escuchó sus confesiones y lamentos, del que aprendió la bondad y la belleza de la vida y con quien, bajo su sombra, una tórrida tarde de verano… y aún sigue enamorado. Un árbol bajo el cual un pastor tejió ilusiones y esperanzas, lloró desencantos y fracasos. El árbol de una vida vivida siempre al raso.
Nunca se quejó de nada, ni cuando mis manos insensatas lo quisieron arrancar. Nunca tuvo intención de emigrar a otro lugar del que nació. Fiel a sus raíces, seguro, enclavado en la tierra, sereno, acogedor, así son el árbol y el pastor que siempre conocimos. Testigo de días de jolgorio y alegrías, de juegos infantiles, de ausencias obligadas, de inconscientes olvidos, de infinitas noches de frio y soledad, de mortíferos sonidos no lejanos, de olores a mosto y aceituna, a lagar y lana, de promesas incumplidas, de fidelidades consumadas. Sombra de sombras y temores, nido de nidos e ilusiones. Este es el emocionado recuerdo a un pastor y a un árbol centenario.