Durante la infancia tuve un “amiguete” que venía por Ciudad Real durante el verano; su padre ostentaba un alto cargo en la Administración de entonces y esa circunstancia le obligaba a residir durante todo el año en los “madriles”, barrio de Salamanca…”donde vivían los de entonces”. De sus múltiples pijadas recuerdo una que no se me ha olvidado; mi padre, decía, jamás lleva dinero.
A esas edades tal afirmación nos parecía a los estivales amigos de la “capitaleja” algo entre enigmático y acojonante aunque pasados unos años nos acabó pareciendo una simple y solemne gilipollez y la amistad canicular regresó a un lugar de donde no debía haber salido.
Muchas veces he pensado en la “peliculera” posibilidad de que los billetes tuvieran vida propia o al menos llevaran incorporados un micrófono y una cámara oculta que hoy como todo es tan supermicroscópico tampoco sería algo muy disparatado. ¿Para qué? dirán ustedes, pues para saber cómo es la vida de verdad.
Sin embargo no hace falta dotarlos con esta “equipación” para la idea que deseo transmitir. Los billetes son algo así como unos testigos mudos que recogen las circunstancias que se viven en los múltiples lugares en donde han estado; desde que se ponen en circulación hasta que deteriorados o sustituidos por otra moneda, son destruidos. La vida de un billete podría traducirse en el relato de una parte de todas nuestras vidas. Desde aquellos años de nuestra juventud con el primer billete ganado fruto del trabajo más ilusionante, hasta el último que la imprevisible vida nos permita dar al comprar cualquier postrero bien.
En sus años de existencia, este papel de curso legal puede recorrer tantos bolsillos, tantos hogares, tantos kilómetros y estar presentes en tantas situaciones, alegres o tristes, intranscendentes las más, como nadie ni nada puede hacerlo.
Testigo y justificante de compraventas de muy distintas urgencias y necesidades, pretexto insuficiente para tranquilizar conciencias y oportuno socorrista para salvar algunas vidas. Moneda santa con la que nos ganamos el pan de cada día o puerco parné cuando lo utilizamos para conseguir aquello que sabemos no es ni conveniente o acertado para nuestra integridad moral.
Porque los billetes no saben de bondades o perjuicios, amistades o enemistades, no conocen colores políticos, ni escalas sociales, son como esos necesarios pasaportes a los que les está permitido el tránsito a todas las conciencias y lugares.
Un billete puede recorrer en un solo día medio mundo y pasar por ejemplo, de ser el único “papel” en el bolsillo de alguien que sobrevive en un precario estado, a hacerlo junto a otros muchos fajos de igual o distinto valor en las arcas del que habita en una mansión, para regresar quizá por la noche o al día siguiente al mismo lugar del que por la mañana o ayer salió. Porque solamente él sabe las veces que ha entrado y ha salido de nuestros bolsillos y los distintos momentos y circunstancias en las que nos ha vuelto a visitar. Los billetes son así, discretos testigos y veraces justificantes de pago en los múltiples momentos que la vida nos ha dado.
Recuerdo que me hizo gracia la primera vez que oí llamar a los billetes de 500 euros «bin Laden». Todo el mundo sabía de su existencia, pero nadie los había visto.
Al igual que ocurría con este rico heredero del grupo empresarial «Binladin», al que se le creó un futuro maravilloso, cargado de prósperas aventuras, se le entrenó por la agencia más mortífera del momento (la CIA) y se le usó para los más oscuros propósitos, a los billetes de 500 se les dió una utilidad, un propósito relacionado con «intereses» propios del ahorro; aunque la realidad fue otra más espúrea, al igual que ocurrió con Ben Laden.
En ambos casos, el «producto» salió rana, y los billetes de 500 euros acabaron (la mayoría en españa) destinados a los pagos en «B» y al trasiego de capitales nauseabundos provenientes de la especulación inmobiliaria, el tráfico de drogas, de personas, de coches y de todo aquello que pudiera circular por los canáles más oscuros del comercio.
Ahora, nadie se atreve a darlos de baja y que tengan que salir a la luz, porque la inmensa mayoría están en manos de quienes nunca podrán contar sus historias «personales». Esos que, por lo bajini» le dicen a Guindos y Montoro lo que tienen que hacer.
En Ciudad eal, me cuenta un buen amigo, responsable de una sucursal, que se podría llenar un camión de los grandes con el número de billetes que pululan por la provincia en manos de aquellos que aún no se atreven a fiarse del banco.
Si los billetes de 50 hablaran, estarían todos de los «nervios»; hartos de cocaína y de noches sin fin, hartos de ser enrollados y desenrrollados. Compañeros inseparables de la tarjeta de crédito para cortar el polvo blanco que acaba con el cansancio. Incluso algún hortera de turno los usaba para encender puros, cuando todo éramos inmensamente ricos (de fachada).
Recuero una visita a la FNMT, en la que se me iban los ojos detrás de los pliegos de billetes de 50 euros. Hasta que un operario me dijo que no servían para nada, porque era el Banco de España el que los seriaba y allí carecían de valor.
A los de 200 y de 100 ¿Existen? no creo poderles encontrar ninguna historia. Son como el quinto calificado de la liga ¿mmmm, quién se acuerda?
Pero esos marroncetes de 100 pesetas, con la cara de Falla. A esos sí que les tengo reservado un espacio eterno en mi memoria. Aún recuerdo un día de paseo por el parque de Gasset, allá por 1978. A alguien se le habían caído 3 de la cartera o del bolso. Vete tú a saber. Íbamos paseando con nuestros padres y apareció ese botín en el paseo principal. Tras mirar a todos lados para ver si alguien los había perdido, nos fuímos a la pastelería que había subiendo al hospital de Alarcos «la residencia» y compramos la bandeja más grande jamás imaginada, qué atracón de bizcocho, mantequilla de café y piñones.
Desde aquel día Falla ocupa y dulce lugar en mi memoria. Y no por sus Noches en los jardines de España (bueno, en mi caso, tardes).
No se te ocurrió dárselos a algún necesitado, claro. Y el nińo creció y se hizo sindicalista.
Pues mira con 7 años no se me ocurrió pedirle el dinero a mo padre para dártelo a ti. Es màs, a día de hoy jamás he pertenecido a un sindicato. Te lo cuento para que te quedes tranquilo y no sufras.
Bobito soberbio, no saltes por peteneras. Si entonces no tenías conciencia de lo que era un hurto, hoy en día presumes de ello.
Eso es todo lo que eres capaz de escribir?
Yo en una ocasión me encontré un billete de los de 500 pesetas, azules eran, creo que la figura que tenian era del pintor Ignacio Zuloaga, y buena cuenta dí de ellos en los Billares Parreño, en la calle Alarcos entonces Avenida de los Martires, con los amigos