Corazón mío. Capítulo 53

En el taller estaba todo: útiles de maquillaje, pelucas, ropa, fotos, revistas, notas, latas de silicona y otros productos que utilizados con habilidad podían clonar cualquier rostro humano.corazonmio A Roberto le sorprendió un pedazo de goma arrugado sobre la mesa corrida del taller, lo cogió con cuidado con la punta de la pistola, introduciendo el cañón en un orificio, lo levantó y la sorpresa, la grata sorpresa, iluminó el rostro de los dos policías: era una careta. No estaba completa, los pómulos, la nariz y el mentón,  pero cuando Roberto la elevó hasta una altura prudencial, les resultó familiar, muy familiar. Entre las herramientas se encontraba el otro elemento indispensable para la metamorfosis: la peluca que remedaba el cabello y el peinado de Tony Lobera. En un cesto había ropa usada y  entre las prendas, la vestimenta que el asesino de Tony y Antonio lució en las fotos que envió a la policía desde el apartamento del segundo. Siguieron buscando. Y encontraron. La peluca de roquero duro y unas gafas de culo de vaso, metidas en un cajón desvencijado que no cerraba del todo. Y las revistas sobre la fallida existencia de la desafortunada Irene Cruz. Todo estaba allí esperándoles. La visita que un mes atrás hiciera Roberto al apartamento de Tony Lobera resultó providencial y ahora ese pálpito pliniesco se cobraba sus frutos.El hallazgo de las publicaciones con los reportajes sobre Irene se le aparecía ahora como el  primer destello de luz sobre un misterio que ya casi no lo era. Estaban en la guarida del asesino, aunque no tenían al asesino ni tampoco la menor idea sobre su paradero. Tal vez ya estuviera al tanto de todo y hubiera decidido poner tierra por medio, pero tal vez desconociera que por el descubrimiento fortuito de una simple factura de una tintorería, la policía se encontraba en esos momentos en  su casa que se desplegaba como un libro abierto, repleto no ya de indicios sino de evidencias y pruebas irrefutables: el joven que vivía en ese ático era Oscar García, un actor de segunda que conoció a Irene Cruz meses antes de suicidarse seis años atrás. El suicidio de la joven y los asesinatos de los dos periodistas del corazón estaban relacionados.
Roberto, exultante, llamó a la comisaría y  habló con el inspector jefe. Acordaron que de momento, se mantuviera el hallazgo bajo secreto en la medida de lo posible, y que se  vigilara constantemente el edificio con agentes de paisano y un coche camuflado. No convenía que trascendiera  nada de aquello, de modo que no llegara a oídos del sospechoso. Fue una tarea casi pedagógica la que ambos policías tuvieron que hacer con los vecinos que ya se agolpaban en los pasillos, quizá a sabiendas de la inutilidad de sus consejos.
-No hablen con nadie, se trata de un caso grave, métanse en sus casas y no comenten con nadie nada sobre el particular, ¿de acuerdo? Sean buenos ciudadanos y colaboren con la policía-, les dijo Roberto con aplomo y con un tic de reproche por adelantado.
Sonó el teléfono de Ortega.
-Son los compañeros de la científica, vienen a toda pastilla,  en diez minutos están aquí-, dijo.
Así fue. Tres agentes con los pertrechos necesarios llegaron en el tiempo previsto y peinaron la vivienda y el taller fotografiando pruebas, tomando los objetos de la inculpación, y metiéndolos en bolsas, tomando huellas que había por todas partes… Después de casi dos horas de inspección precintaron la vivienda. El plan era la guardia permanente en estado de alerta y con la orden de detención inmediata apenas pasara al edificio un muchacho de unos treinta años, pelirrojo, y con los ojos azules. Y si tal cosa no ocurría, como también era previsible, concentrar todos los esfuerzos en buscar al tipo que asesinó a Tony y Antonio, haciéndose pasar por el primero, tomando el aspecto de un funcionario autonómico que frecuentaba un programa de televisión, escribiendo un latinajo a los pies del segundo para darse importancia de asesino interesante. El último novio de Irene Cruz los mató a los dos y tenía ahora en su poder, en alguna parte, a Rita Rovira. Por eso canceló su actuación en el teatrillo Cajablanca y por eso la vivienda  tenía el aspecto de haber sido abandonada a toda prisa,  temeroso de que la policía no tardaría en descubrirla.
La venganza tomaba cuerpo para un móvil coherente. Pero… ¿cómo se planeó? ¿Actuó solo ese tal Oscar García? ¿Por qué ahora después de seis años y no antes? ¿Dónde estaba ese maldito cabrón? ¿Cuáles eran sus pretensiones tras raptar a Rita? ¿Y porqué la secuestró y no la liquidó como a los otros? ¿lo alertó alguien de que estaban tras sus pasos?  Eran interrogantes que se agolpaban sin respuesta y que golpeaban las sienes de Roberto. Pero todo era ahora diferente. Habían dado un paso primordial para resolución de un caso que se había convertido en una cuestión de seguridad nacional. Lo tenían identificado, pero quedaba lo más difícil y lo más urgente. Llegados hasta allí la detención del asesino adquiría dimensiones de necesidad  vital. Mientras tanto, quedaba abandonarse a la suerte de la discreción y que lo ocurrido no trascendiera a la prensa, y mucho menos a Trapos y Corazón. Cosas más difíciles se han visto. Sin embargo, Roberto se vio en la necesidad de cumplir parte del trato con el periodista Ropero, a sabiendas de que éste también cumplía el particular pacto de caballeros que había entre ambos con la sola firma de su palabra.
Roberto marcó el número del redactor de Mundo Global:
-Hemos entrado en la pecera pero no hemos pescado ningún pez. Ni una línea de momento. Quedamos en El Gato, ya te cuento.
La policía abandonó el edificio, pero se montó un operativo secreto de acción inmediata: tres coches camuflados y nueve policías de paisano. Tenían la orden de no apartar ni uno solo de los dieciocho ojos de la puerta de entrada al edificio y de detener inmediatamente al pelirrojo asesino apenas apareciera, sin ningún miramiento. Ortega se quedó al mando durante el primer turno hasta el amanecer.

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