Hace un mes se publicó en Tonos Digital, una de las revistas de los de mi gremio, el Diario inédito de un sacerdote obrero ciudarrealeño precursor de la Teología de la Liberación nacido en Valenzuela de Calatrava en 1917. Bajo el título que señalo, narraba las experiencias de un seminarista reclutado a la fuerza en el ejército republicano durante los primeros momentos de la contienda en la misma Ciudad Real. El texto está redactado a lápiz, con las numerosas lagunas producidas por las urgencias de una vida a salto de mata natural en la guerra, por las carencias de todo tipo y por la impertinente vigilancia de los comisarios políticos y resulta un documento histórico de primer orden al menos para nosotros, coterráneos del personaje, pero además deslumbra por algunos pasajes de su estilo y por la inteligencia que emana del texto, escrito por un muchacho de apenas diecinueve años.
El mérito de haberlo descubierto es de una investigadora, Basilisa López García, que encontró el manuscrito en el archivo de la Comisión General de la HOAC o Hermandad Obrera de Acción Católica, un organismo fundado en 1946 por el laico Guillermo Rovirosa y, a partir de 1954, el sacerdote manchego Tomás Malagón, cuyo papel fue fundamental para la reconstrucción de los sindicatos clandestinos CC. OO. y USO. De la importancia de Tomás Malagón, un sacerdote que estudió a los clásicos del Marxismo mientras permanecía acantonado como oficial de comunicaciones en el observatorio meteorológico de las Alpujarras, poco cabe dudar. Bastará señalar que Gustavo Gutiérrez, padre de la teología de la liberación en Iberoamérica, afirmó que “empezó a interesarse por un nuevo talante espiritual y teológico a partir de la solidaridad con el pobre, en un cursillo que recibió en Irún dado por Malagón y Rovirosa”. Tomás Malagón fue encargado del Instituto Superior de Cultura Religiosa en Madrid (1964-74) y enseñó en el Centro de Estudios Teológicos de Sevilla, confundó la Editorial ZYX, fundó y desarrolló el Colegio Escuela-Equipo en Madrid, participó en la formación de FRATER y mujeres de AC y en 1980, poco antes de morir, creó el Movimiento Cultural Cristiano.
Tomás escribe «por el desahogo de los sentimientos que hacían producir en mí las espinas de aquel ambiente» y un «deseo incontenible de sacar de nosotros nuestras alegrías o nuestras penas para depositarlas en ese inmenso tesoro en que las alegrías y las lágrimas de la Humanidad se van almacenando y que constituye su patrimonio y su historia». Cree que sus escritos son puro subjetivismo, impresiones de un alma que solo puede confiarse a sí misma.
Todos recordamos aquella catástrofe que partió en dos nuestra vida. En toda España ardía la guerra. En una parte de España había guerra y persecución: ser españoles, creyentes, pensar. Contra todo esto en nombre de la libertad, se imponía la tiranía del fusil y de la dinamita para el cuerpo; la tiranía de la propaganda y la mentira para el alma: propaganda y mentira, la misma cosa. Yo sentía mi odio y un aborrecimiento terrible hacia la propaganda que en forma de frases estaba constantemente frente a nuestros ojos y a nuestros oídos en la más abierta contradicción con la realidad que todos tocábamos y sentíamos con dolor de carne y de espíritu.
Puig, uno de los sargentos de la compañía encuentra escondido bajo un puente de la carretera un saco repleto de municiones y bombas construidas rudimentariamente con chatarra y latas de conserva y un Capitán que quiere congraciarse con su Comandante y ascender aprovecha para detener a todos los campesinos de las inmediaciones, a los que culpa de tamaña fechoría. Puig no cesa de lamentarse ante Malagón de tales arbitrariedades:
Me cuenta cómo el Comandante Militar ha golpeado bárbara y cobardemente a aquellos ancianos campesinos encorvados ya por el peso de los años y del trabajo; aquellas desdichadas mujeres que proferían gritos de dolor y de desesperación; quería que declarasen quiénes eran los encartados en aquella conspiración «cuyos indicios indudables habían sido descubiertos». Puig […] siente en su alma los sufrimientos de aquellos infelices; no suponía verdaderamente que su hallazgo fuera a tener tal interpretación ni tales consecuencias. La verdad: no tenía nada de extraño encontrar un puñado de bombas, aunque estuvieran construidas de forma tan rudimentaria como aquellas, allí, a distancia relativamente corta del frente, […] y nada más acertado –así pensó él- que retirarlas de aquel lugar, donde pudieran ser fuente de desgracias cuyo alcance era imposible imaginar. Y ahora, al ver el giro que, sin querer, sin buscarlo él han tomado los acontecimientos, Puig reniega cien veces de su mala sombra y entre interjecciones de descaecimiento y de cólera me dice: “No nos dejan ni la tranquilidad en la conciencia de pensar que no somos responsables de sus crímenes”. Después se ha marchado. Antes ha repartido tabaco y frutas entre los detenidos; es lo que él ha podido comprar por ahí, o lo que le ha sido enviado de su casa lejana.
La frase de Puig hace reflexionar a Malagón sobre el origen estructural del mal, uno de los postulados de la todavía naciente Teología de la Liberación y su opción preferencial por los pobres. Puig reparte lo que tiene contra las víctimas que ha causado indirectamente su preocupación por los demás y eso es lo único que lo consuela un poco.
Los comisarios dicen que se lucha por la dignidad del hombre y su derecho a ser libre; pero se nos exige hablar, pensar y querer conforme a esos pasquines indecentes que vemos por las paredes. Por algo, dicen, se nos entregan unos papelitos en los que se lee: el Banco de España pagará.
Prosigue su historia Tomás Malagón; cita a Joaquín Costa y a José Zorrilla. Uno quería que le diesen doble llave al sepulcro del Cid y el otro, en su Leyenda del Cid, oía al padre del Cid aconsejarlo luchar solo por la libertad de su conciencia:
«Conciencia tienes; contra ella / en ningún caso vayas. Lidia por Cristo, no lidies / por ambiciones mundanas».
Y el áureo batallador de las peleas de España y por la fe, nunca muerto, pone su rostro huraño sobre su gesto escultural al escuchar las llamadas reiteradas de los líderes rojos a una guerra roja. No quieren los buenos hombres de España morir por el bello ideal de Largo Caballero o de Negrín. Van arrastrados, cuando van, y si van cantando, no penséis otra cosa sino que se cumple el refrán: cuando el español canta…
Tomás Malagón es embarcado en un tren con otros milicianos hasta Granada y su documentación es cuidadosamente estudiada por el comisario político, que se huele deserciones de todos los que presentan adhesiones de después del 18 de julio. Comen mala carne rusa, disparan con malos fusiles rusos y no pueden leer las revistas rusas que les dan. El grupo de Tomás se hace la promesa de no disparar ni un solo tiro contra los que el comisario político llama «facciosos». Observa que el uniforme que viste cada uno programa una mentalidad en la vida, pero el miliciano desuniformado es solo un irresponsable que se degrada cada vez más:
Y día a día vamos tornándonos revoltosos, mal hablados, borrachos, y sin más ilusión que el dinero, la lascivia y la holganza. Esta es la más trágica consecuencia de la guerra; la herida que para muchos será ya incurable. Yo no puedo menos que experimentar un gran sentimiento de compasión ante estos soldados destrozados moralmente por esta vida burlesca y francamente demoledora de todo cuanto significa valor humano; imposibilitados para toda acción verdaderamente grande y digna.
Ven venir heridos del frente comidos además por los piojos y la sarna. Ingenuamente piensa que tras la guerra «las cosas cobrarán de nuevo su verdadero sentido». Y escribe:
En estos momentos siento un odio terrible a los políticos, que en este trozo deshabitado de España, prolongan esta inmensa tragedia, sin objetivo de conquista social por más que mientan los comisarios; así es la verdad sin ninguna finalidad nacional. Son salvajes alimañas que solo pretenden saciar su odioso rencor contra todo y contra todos exacerbado por la derrota constante, y aniquilarnos y destruir España. Y vosotros máquinas parlantes de Ginebra, imbéciles habitantes del vacío, sois tan malvados como aquellos, pues consentís y alentáis este crimen sin nombre que se lleva a cabo contra nosotros.
Suelen llevar a los soldados a un teatro para ser adoctrinados. Cuando no hay persona para adoctrinar, sacan a alguno para que diga su idea de la guerra, pero se hacen los ignorantes y que no saben. Y cuando nadie quiere, nombran a uno cualquiera y es interrogado por el comisario político. Pero de vez en cuando sube alguien que no sabe mentir, que es irremediablemente honesto, como un tal y extremeño campesino Isidro Martínez que estuvo en el ejército regular antes de la guerra, y a la pregunta del comisario responde que no hay otra diferencia entre el ejército de los señoritos y el rojo sino que el rojo es más bruto. Y se niega a rectificar. Se produce silencio y días después se lee un decreto del gobierno contra los que quebrantan la moral, que son enviados «a batallones disciplinarios, donde no tienen más derecho que el de morir»
Dicen los comisarios que, al contrario de lo que se supone, que el pueblo no piensa sino que solo siente, el pueblo piensa solo y no siente. A Malagón le parecen mal las dos cosas. Y durante una eucaristía secreta recibe una gran revelación:
Me acordé del crimen horrendo de aquellos cristianos olvidados de sus deberes sociales ¡La Religión convertida por muchos en cueva de ladrones! Clamaba al cielo la desdicha del menesteroso abandonado; la ruina espiritual del pobre obligado a refugiarse en rostros rojos de venganza, negros de muerte; el orgullo insensato de los nuevos fariseos; la ambición voraz de los nuevos traficantes expoliadores de las casas de las viudas y de los huérfanos; el vicio y la crasa sensualidad de la nueva Pentápolis. Y bendije al Juez divino y a su justicia.
Tomás Malagón visita a un soldado amigo enfermo, que le encarga que abrace a su madre y la prepare para lo peor, si llega a ocurrir. El no puede, porque le han quitado los dos brazos.
Las ratas sí son unos sabios animales que se empeñan en darnos lecciones de filosofía práctica; mientras los hombres se matan y aprenden a marcar el paso, ellas se comen el pan en las chabolas.
Medita sobre los filósofos y los quijotes. ¿Son filósofos o quijotes los que predican la guerra y la muerte? «La guerra da más experiencia que los años», escribe, y además «un pueblo apasionado por un mismo objeto, puede dar la sensación de división y de lucha de dos bandos». La realidad y la imbricación de la religión en la realidad, en todas las ideologías de la realidad, se le abre bien patentemente, porque el medio es fundamental para alterar todo mensaje:
Aprendí a desconfiar en gran manera de las personas, y a fiarme muy poco de las palabras; me convencí de que el aspecto exterior de un hombre no dice nada de su interior, y me reí por esto de Lombroso y de Gall y muchos más, pobres ilusos que no tuvieron, como yo, la suerte de poder estudiar psicología en una guerra; supe que no era tan corriente el heroísmo como antes me había figurado, y que por el contrario la hipocresía, la vanidad, el miedo y otras cualidades que yo pensaba eran solo de niños y mujercillas, estaban a la orden del día entre los que la gente califica de hombres fuertes. Rectifiqué muchas definiciones que antes tenía por verdades inconcusas, y pensé ya que no iba tan descaminado Lamarck al afirmar que el medio en que se vive puede llegar a hacer que cambien hasta en lo que se considera más esencial, los infelices seres que un día tuvimos la ocurrencia de nacer.
El trabajo de doña Basilisa se resiente de algunas flojeras ecdóticas: malas lecturas («ideología clavada» por «ideología elevada», por ejemplo) y escasa anotación del texto (por ejemplo, no se identifica el origen de citas literarias diversas) entre otros peros (los filósofos que Napoleón llamó «idealistas» son en realidad «ideólogos», esto es, la segunda generación de la ilustración francesa) pero tiene el mérito incuestionable de haber desenterrado un texto preciso, y es de desear que prosiga sus investigaciones en busca de mucha más obra inédita del padre Tomás Malagón, que nos consta existe.
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Ángel Romera
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