Tampoco se detuvieron en minucias. Los dos policías salieron con rapidez del coche, entraron en la tintorería, se identificaron. Roberto sacó la factura y se la puso ante las narices al dueño, un hombre grueso, calvo, con cara de nadie, que atendía en esos momentos a un jubilado del barrio. El hombre que regentaba el negocio tomó en sus manos el pequeño albarán, lo leyó con detenimiento.Estiró los brazos como para leerla mejor, se rascó la calva y como siguiera sin decir nada, Peinado lo apremió.
-¿Puede decirnos algo? No tenemos todo el día.
-¿Una gabardina? Creo…creo que… Sí, un muchacho joven y apuesto… Tenía unos grandes ojos azules, era pelirrojo…
-¿Cuando vino a recogerla?”, terció Ortega.
-Siete, nueve, tal vez diez días, de eso no me acuerdo con precisión.
-¿Sabe dónde vive?
-No tengo ni idea, cómo voy a saber dónde viven mis clientes. ¿debería saberlo? Vienen, me traen una prenda, anoto el nombre y cuando la retiran, me pagan y les doy la factura…
-Ya, entiendo…-, dijo Peinado.
Iban a darse media vuelta para salir de la tintorería cuando el jubilado que estaba siendo atendido a su llegada, le pidió más detalles al dueño. Este reiteró la descripción con algún detalle especulativo: Joven, fuerte, estatura normal tirando a alto, pelirrojo, ojos azules, parecía un actor…
-¿Un actor?- reiteró con entusiasmo el jubilado- Sí, es un chico muy simpático, creo que vive en el número 76 de esta misma calle, yo vivo en el 74 y lo he visto salir con frecuencia. A veces se ha instalado en una pequeña plaza, muy próxima, haciendo mimos y como burlas a la gente que pasaba… pero era muy gracioso. Una tarde me ayudó con unas bolsas… Un buen chico… ¿Por qué preguntan ustedes por él?”, dijo de corrido.
-Ya lo sabrá por la televisión, abuelo, muchas gracias por su colaboración-, dijo Peinado.
Salieron a escape. Andando con rapidez fueron ganando números, 54, 56, 58… esquina, 60… Caminaban por una calle importante de la ciudad. El tráfico en ambas direcciones, siseaba sobre el asfalto húmedo. Algunos transeúntes los miraban y se apartaban a su paso. El corazón comenzó a latir debajo de la cazadora de Roberto. Lo mismo le ocurría a su compañero de faena. Caminaban, comprobaban la numeración, se miraban, hasta que se plantaron en el número que les facilitó el jubilado en la tintorería. La puerta principal de acceso estaba cerrada, llamaron por el telefonillo a un piso elegido al azar, como no respondía nadie, volvieron a pulsar otros botones de manera aleatoria, dos, tres timbrazos casi a la vez, en pisos y puertas diferentes…. hasta que una voz de niño preguntó con ingenuidad por la identidad de quienes llamaban de esa manera…
-Anda niño, díle a tu papá o a tu mamá que abran, somos policías-, respondió Roberto aguantando la cólera.
El niño se asustó y llamó a su madre, los sollozos se podían oír con claridad por el audífono del portero automático. Ortega miró a su compañero con una leve oscilación de la cabeza como reprochándole el tono, Roberto, enarcó las cejas y se encogió de hombros. En ese momento, sonó otra voz, esta vez de mujer.
-¿Quién es?
-Señora, abra la puerta por favor, somos policías-, dijo Ortega con amabilidad.
-¿Policías, ay Jesús bendito, pues qué ha pasado?
-¿Puede abrir, señora?-, terció Peinado, menos amable.
Acto seguido se oyó el ruido de cigarra de la apertura de la puerta. Los dos policías accedieron a un amplio vestíbulo que se bifurcaba en dos escaleras en cuyo centro había dos ascensores contiguos. La señora que abrió vivía en el segundo. Alertada por la inesperada presencia policial salió al descansillo y desde allí trató de cerciorarse de la verdadera condición de los visitantes. Asomó la cabeza por el pasamano de la escalera y les dijo:
-¿Qué quieren ustedes, qué ha pasado?
Peinado y Roberto escalaron hacia la mujer saltando los peldaños de dos en dos, de tres en tres. La mujer se incorporó como asustada y se recogió las solapas de la bata casera.
-Ay, Jesús-, volvió a exclamar.
En esos momentos salió también el niño que se asustó por el telefonillo. Al ver a dos personas ascender a brincos por la escalera y a su madre asustada como una coneja, rompió a llorar de nuevo con más fuerza. Coincidió la escena con otra señora que salía de su casa en la misma planta… Los agentes dirigiéndose a la madre del niñó le preguntaron:
-¿Vive aquí un chico joven, pelirrojo…con… con los ojos azules? Es actor
-Claro, es el muchacho que vive en el ático-, la respuesta de la mujer sonó a música celestial…
-Muy guapo y muy educado-, dijo la vecina, pero para cuando lo dijo, Peinado y Ortega se habían esfumado en su escalada hasta alcanzar la cima de un bloque de ocho pisos donde tomaron un descansillo por el que entraba el fogonazo de luz de una claraboya.
-Hace varios días que no lo hemos visto por aquí”, gritó la vecina.
Llamaron a la puerta, preparados, con el arma lista, uno de ellos frente a la mirilla, el otro a un lado, en ademán de cubrirlo. Insistieron. Como no hubo respuesta, entre los dos patearon la puerta hasta descerrajarla.