Manuel Valero.- ¿Cómo pudo ocurrir? Peinado ansiaba la hora en que Gloria echaba el cierre a la tienda de flores y salía a la calle con todos los aromas del jardín siguiéndola por todas partes como un nube de mariposas hasta que se desleían en la húmedad de la calle. Apenas unos minutos separaban a los amantes, pero a Roberto esa minucia de tiempo le pareció una eternidad. Estuvo a punto de coger un taxi a sabiendas del absurdo de una elección que no sólo no apresuraría los minutos sino que los dilataría entre los colapsos de los coches en las avenidas. Estaba cerca, y a la vez muy lejos. El tiempo no existe, es una convención del hombre para ubicarse en el universo. Cuando estudiante se esforzaba en comprenderlo: el tiempo no es eterno, tiene un principio, esa irritante e incompresible fugacidad de un segundo elevado a la diezmilésima potencia contra sí mismo, es decir, en negativo, en cuyo intervalo le explotó a la nada un furúnculo que puso los cimientos de lo que vemos hoy. Y de lo que somos. Una tarde, muchos años después, una tarde al alcance de la mano, quizá el pasado verano, Ortega se lo demostró con un ejemplo escolar pero mucho más fructífero que la jerga científica y el complejo discurso de los filósofos. Ortega le dijo, mientras trabajaban en algo y el ordenador iba más lento que los pensamientos de Hommer Simpson. “¿Lo vez, diez segundos frente al ordenador viendo el iconito ese del reloj de arena dar vueltas a cada pinchazo de ratón, nos parece una eternidad, y sin embargo, ¿qué son diez segundos. ¡¡Joder, nada!! Echaba un paso tras otro mirando el suelo o tal vez los zapatos avanzar sobre el solado callejero de la acera, quizá mirando su propia moral arrastrarse en su avance pegada a la suela de sus zapatos como la sombra de Peter Pan… No pensaba en nada, no quería pensar en nada, odiaba pensar en el maldito caso que los traía a todos por la calle de la amargura, y cuanto menos quería abandonar su mente a la suerte de una nada reconfortante, de un aliviador vacío de puro blanco, más le acometían por los flancos del cerebro las andanadas de Tony Lobera, Antonio Perales y ahora… Rita Rovira… Fue repescar a esta del prontuario mental que colonizaba sus pensamientos y Roberto sacudió la cabeza con brusquedad como si quisiera desprenderse de un insoportable y molesto moscardón. Aligeró el paso casi hasta la carrera, se detuvo en el semáforo de una calle secundaria sin hacer caso al rojo prohibitivo, miró en la dirección en que los automóviles desembocaban en una calle más principal, cruzó de dos zancadas y antes de que otra vez comenzara a llover, primero mansamente con gotas lentas e ingrávidas, y luego con ráfagas violentas, el policía llegó a la tienda de flores. Pasó sin llamar, escuchó la melodía casual del avisador sobre su cabeza y al poco ya estaba Gloria mesándole el cabello mojado. La humedad de él y el aroma mestizo de ella creó un vapor de dulzura que espantó definitivamente cuantos monstruos habían perseguido a Peinado en su paseo desde la comisaría a la tienda de flores del tío de Gloria. Esa tarde había estado sola porque su tío tenía que cumplimentar la misa de cabo de mes de un viejo amigo. Después de cuadrar superficialmente las cuentas, revisar las facturas, hacer un arqueo sucinto de las existencias y las necesidades de acopio, la muchacha conectó la alarma, hizo una inconsciente inspección de rutina, cerró la puerta y echó la corredera de metal que clausuraba el acceso a la tienda. Afuera, tuvieron que armarse de valor para atemperar la lluvia que caía en ese momento entre golpes repentinos de aire frío. Parecían dos soldados que avanzan hacia el enemigo parapetados detrás de un escudo. “¿Es que no va a dejar de llover nunca? ¡¡Maldita sea!!”, gritó Roberto. Gloria lo miró con los ojos entreabiertos porque el aguacero empapaba el paraguas hasta hacerlo ridículo en su inutilidad bajo ese diluvio. A saltos, para salvar cualquier baldosa desprendida y su sopetón de agua envalsada, llegaron al primer portal que encontraron y se resguardaron por un momento en el umbral de la puerta del edificio. Ninguno de los dos hablaba, pero Gloria lo miraba para confirmar si la primera impresión de pesadumbre con la que entró a la tienda lo mantenía a su merced, como así era. “No te atormentes, cariño. Estas cosas pasan, de vez en cuando sale una persona así y…Ningún caso tiene un plazo de obligada resolución, ¿no?”, le dijo Gloria, cogiéndole el brazo con las dos manos, tratando de protegerse bajo el paraguas que Roberto sujetaba ahora inclinado hacia la calle. Roberto la miró de reojo a la vez que procuraba controlar la maniobra contra el agua y el viento. La sonrió y esa sonrisa de complicidad y alivio le abrieron a Gloria las puertas de la felicidad. Roberto estaba pasando por un mal momento profesional, como todos u equipo, como toda la policía, como todos los periodistas que se dedican a contar los amantes de los famosos y sus chantajes y añagazas, pero esa sonrisa leal, al amparo de la pequeña cobacha de un paraguas, con los ojos cerrados contra los impactos de las gotas, el pelo chorreando le decía que era otro tipo de pesadumbre la que nublaba los ojos castaños de Roberto. Y lo era. ¿Pero cómo pudo ocurrir?.
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