Manuel Valero.- Fue el primer día de diciembre. En los pasillos del Canal 12 próximos al plató donde Rita Rovira preparaba su particular lección de anatomía nadie se apercibió de un hombre vestido con indumentaria de limpiador documentado, un buzo con el anagrama Limpiezas Blanco con las iniciales bordadas en amarillo, agrandadas y en cursiva, una gorra con el mismo anagrama en el frontal del casco y un pelo de roquero duro hasta el comienzo de los riñones.
Portaba un cestón grande con bolsas negras en su interior que empujaba sin esfuerzo sobre un pequeño tren de ruedas en cuyo flanco tenía un pequeño carcaj para la fregona, el cepillo y otros utensilios para la asepsia pública. El hombre deambulaba con tal parsimonia que se diría había estado allí toda la vida como si hubiera brotado el mismo día en que socavaron los cimientos para construir los estudios, completamente mimetizaba con el paisaje de operarios varios que iban de acá para allá, personal de oficina, redactores, cámaras, empleado. Con los dientes apretaba un cigarrillo de plástico. Caminaba con unos auriculares perdidos en las cavidades auditivas y a medida que avanzaba por los pasillos miraba con aburrida costumbre, las puertas de los despachos, las salas de reuniones, las ventanas, los suelos. De vez en cuando se detenía y abrillantaba un pedazo de solado con una gamuza alargada con tal maestría que se diría haber nacido para ello. Con esa estratagema se fue acercando hacia la zona de influencia de Rita, la redacción de Corazón Abierto, cerca del plató pero separada por pasillo quebrado que incrementaba la sensación de lejanía. A uno de los lados de uno de los pasillos las siluetas infantiles de un hombre y una mujer advertían que esos compartimentos eran para la intimidad fisiológica y para el apremio estético. Era el servicio que solía utilizar Rita y siempre lo visitaba poco después de las diez como había comprobado en varias ocasiones. Las suficientes. En días alternos para verificar la rutina. Podría no hacerlo esa mañana, pero esa eventualidad no parecía preocuparle, ya pensaría en algo o volvería al día siguiente. Nada descentraba su concentración, ningún imprevisto alteraba sus nervios de acero. Simulaba la tarea de limpiador con el convencimiento de los estragos de la rutina: cuando un acto se repite casi como un rito es muy improbable que la persona sometida a la tiranía de esas pequeñas cosas, grandes en su pequeñez, no suele saltarse el automatismo de las manías. Solo había una cosa que podría dificultar la operación, algún testigo fortuito que coincidiera con la diva en el momento de ajustar las tripas. Ningún problema: ejecución inmediata con una pistola con silenciador que llevaba camuflada. No había comenzado la operación de “limpieza” como para que el estúpido azar acabara desorganizándolo todo. Prosiguió silbando una melodía inventada, con el cigarrillo de plástico acoplado en la oreja, bailando espasmódicamente a pasos como si siguiera el ritmo de un tema duro. En su peregrinar vio una ventana que daba a un patio interior desde la que se divisaban otras oficinas y más edificios de la cadena. Cogió los utensilios del lustre y se puso a dejar los cristales como si no existieran. Desde allí podía controlar las puertas de los servicios y se quedó un rato esmerándose en la tarea como un verdadero profesional. Se alejaba unos pasos de la ventana, la examinaba como hace un pintor ante un cuadro, luego se acercaba y le echaba el vaho a una mota imaginaria que eliminaba con la bocamanga. Dos o tres personas atravesaron el pasillo ajenas a la presencia del limpiador. Tan sólo una chica le dio los buenos días a lo que respondió tocando la bisera de la gorra con el dedo índice. Cuando el pasillo se despejó miró el reloj, eran las 10,12 de la mañana. Hizo una inspección ocular al interior del cestón y se autocaheó para comprobar que todo estaba bien.
A las 10,15 de la mañana exactamente, Rita Rovira surgió de la esquina por la que el pasillo donde se encontraba se quebraba hacia otro pasillo más largo, y más animado, con puertas a ambos lados, grandes fotografías de las estrellas de la cadena y máquinas de agua que liberaban de vez en cuando un gigantesco grumo de vacío. La presentadora se dirigía con total despreocupación hacia el baño. Trataba de cerrar el seguro de una pulsera que se había soltado. incluso hizo un comentario para sí sobre la necesidad de desprenderse de ese abalorio, abalorio al fin y al cabo. Viste un pantalón azul marino ajustado y una camisa blanca con un frontal de pequeñas chorreras, desabrochada lo justo para dejar ver una lágrima de nácar inserta en una cadena de plata. Sus pasos sobre unos zapatos de largo tacón sonaban con cadencia femeina. A la altura de la toilette, Rita abrió la puerta y entró. Y en ese momento, el hombre que simulaba limpiar la ventana, miró a ambos lados, empujó el cestón y con determinación indubitable, hizo otro tanto.