Manuel Valero.- Pasaron los días. Y a cada jornada sin avances aumentaban las criticas contra la policía. Como si ese fuera el único caso de asesinato que ocupaba a los agentes. “Que pidan ayuda a la policía europea, a Interpol, a los americanos, si no son capaces de aclarar los crímenes ellos solitos”.
Los ataques más sensacionalistas provenían desde los platós de “Corazón” y Trapos”, mientras desmenuzaban día por día, tarde por tarde, noche por noche, los detalles del turbio “caso Lobera”, una y otra vez, repitiendo hasta la extenuación imágenes, cortes de voz, fotografías de los dos desdichados, los videos del desdichado resucitado, las secuencias del programa estrella en el Teatro Moderno, la detención de un señor con gafas de miope… Y lo hacían entre cortes publicitarios que llegaron a superar la insoportable eternidad de los quince minutos… cada veinte minutos. La ausencia de novedades exasperó a los directivos de ambos programas, pero el hecho de que el “justiciero del Corazón” dejara de actuar y no añadiera una víctima más a la lista tranquilizó a los telebasureros y a Rita Rovira, que solía intimar con frecuencia con uno de los guardaespaldas del turno de noche, a favor del cual activó los mecanismos necesarios para que siempre le tocara la última guardia. Esta ocupación tan íntima y hogareña no era conocida por el gran público, pues eso formaba parte de la privacidad de la presentadora que con tanto celo la preservaba del mundo exterior. “Si alguna vez me delatas, hazlo en mi programa, corazón”, le dijo una noche de amor estrictamente sexual al fornido guardián de la noche que la protegía del acechador nocturno.
Sin embargo, y contra las valoraciones previas, siempre negativas hacia la policía, ésta no paró un solo momento de trabajar en el caso, superando las punzadas del desánimo ante la carencia de un nuevo indicio real y efectivo, pero constante y meticulosa. Analizaron todo de nuevo con obsesión microscópica, hurgaron en el pasado de las dos víctimas sin nada reseñable, como era de esperar en dos personajes que se habían fabricado su propio personaje para estar frescos a la hora de darle a la trituradora, revisaron de nuevo todos los programas de Trapos de los últimos dos años, lo mismo hicieron con Corazón Abierto y la revista Rumores, los directores de los programas citados y el de la publicación semanal fueron citados a reuniones interminables con la esperanza de que repuntara algún detalle que reforzara la única certeza que tenían: el hombre que visitó los estudios de Corazón y que envió los sobres desde la mensajería se había disfrazado con la apariencia real de un espectador al que eligió por su aspecto, mientras el escurridizo asesino veía la televisión siguiendo sus planes con método criminal. Eso era lo único que quedó probado. Podría ser bastante, y realmente lo era, pero si bien la policía ponderaba ese hallazgo en sus justos términos, no así los de “Corazón” y los de “Trapos”. La detención del probo funcionario autonómico no resultó una acción fallida ya que desveló la añagaza del disfraz y si había por ahí fuera un sujeto que se hacía pasar por otro, bien podría ser que el mismo sujeto fuera el colonizador de la personalidad póstuma de Tony Lobera. No es que la policía tuviera el caso a punto del esclarecimiento, pero en verdad había dado un paso importante, aunque ese paso se quedara sólo en eso, en un paso frente a la inmensidad de una profunda oscuridad. El inspector jefe Villahermosa barajó la posibilidad de iniciar los trámites para la exhumación del cadáver de Tony Lobera, pero la desestimó por que si se encontraban al verdadero Tony en el ataúd habría sido un descubrimiento obvio ya que todo el mundo que asistió al funeral y pudo verlo juraba y perjuraba que el fiambre correspondía verdaderamente al comunicador social, y si era otra persona la que reposaba en el ataúd hubiera sido un verdadero chasco que apuntalaría la incompetencia de la policía por no haber recurrido a ello mucho antes.
-Cuando uno se muere, no parece uno-, dijo el inspector, cuando pulsó la opinión de sus hombres sobre la idea de activar tan macabro procedimiento.
Sin embargo, Roberto Peinado seguía dándole vueltas a lo mismo. No era una deducción empírica puesto que la cadena de acontecimientos y azares no lo habían puesto en esa tesitura, era más bien un pálpito pliniesco, una corazonada de ésas que tan buenos resultados le dieron al jefe de la policía de Tomelloso. Un tipo simpático ese poli, y mucho más su demiurgo, a quien su padre conoció personalmente y con el que tuvo una cierta amistad. “Paquito, decía el señor Peinado, refiriéndose a Francisco García Pavón, “un revolucionario de la novela negra. ¿O no lo es quien es capaz de escribir novelas de crímenes en Tomelloso y convertir al policía municipal y su amigo Lotario el veterinario, en dos auténticos sabuesos manchegos? Si eso no es surrealismo que venga Dios y lo vea”, le dijo una de esas tardes que solía visitarlo, ahora en compañía de Gloria.
Peinado repasó mentalmente la entrevista que mantuvieron Ortega y él con el padre de la joven Irene Cruz, el mayor industrial agroalimentario del país, sin que hallara nada revelador, aunque sólo fuera del grosor de un grano de arena. Recordó entonces la procesión de coches que llegaron a la hora del almuerzo a casa de Samuel Cruz… y el pálpito aceleró el compás de su corazón. ¿Pero qué tenía que ver un almuerzo de ricachones con el asesinato de Tony Lobera o quien quiera que fuese, y de Antonio Perales?
-Telefonea al señor Cruz y solicítale una nueva entrevista. Nada importante, rutina-, le dijo Peinado a una muchacha, agente del equipo.
-De acuerdo-, respondió.
-¿Otra vez a ver al magnate del papeo? – le inquirió extrañado Ortega.- ¿Qué pasa?
-Tengo un pálpito.
-¿Otro?
En ese momento sonó el móvil de Peinado. Era Ropero, el periodista y como siempre con algo interesante entre las manos.
-Nos vemos en El Gato. En media hora-, colgó, introdujo el móvil en el bolsillo del pantalón como un autómata, cogió un abrigo corto, y le dijo a Ortega:
-Vamos
-¿Otro pálpito?
-No, se trata de Ropero, el cabronazo tiene algo interesante…