Manuel Valero.- Aunque fría, era una de esas mañanas de noviembre luminosas, bruñida por el sol invernal. Los domingos por la mañana son un misterio de optimismo que se desvanece a medida que se acerca la tarde con sus horas de tedio. Roberto y Gloria, ambos con ropas deportivas, caminaban por el parque de la ciudad.
A tramos corrían, a tramos caminaban, y cuando caminaban charlaban, charlaban constantemente. A medida que pasaban los días, la atracción mutua quedó sellada definitivamente la noche anterior. La pasaron juntos, entre el deseo, el amor, el sueño y la felicidad. Por la mañana, Roberto palpó el lado caliente de la cama que ocupó Gloria y luego oyó un canturreo despreocupado y feliz en el cuarto de baño. Se levantó y se introdujo en la ducha con una simulación fallida de Psicosis que los hizo reír abrazados bajo el agua de la ducha pese a la impericia del policía para resultar gracioso. Con Gloria era distinto, todo era distinto. Después, el desayuno y al parque, a correr a tramos, a caminar a tramos, a hablar a tramos. Gloria lo había devuelto a la lógica de las cosas, y durante los días que se vieron antes del sábado de amor, fue conociendo y descubriendo a una persona extraordinaria, con una determinación extraordinaria, y una forma de entender el mundo tan personal como ausente de la bondad parvularia de los defensores de la paz cósmica. La espontaneidad con la que exponía su criterio lo subyugó. En realidad, nada tenía que ver Gloria con su exmujer, más convencional ésta, más elegante, según los cánones de la elegancia oficial, más sistematizada, menos idealista. Sin embargo, Gloria emanaba una sensualidad innata y fresca como la leche recién ordeñada, era difícilmente clasificable dentro de los formalismos habituales, y a sus veintiséis años ya tenía elaborado todo un programa vital con el que deambular por el mundo, con la suficiente coherencia como para sobrevivir a los días. Era creyente, sí, y católica, se lo dijo, pero como le dijo la noche en que se trenzaron entre risas y quejas dulces, allí donde hay amor, no existe el pecado, y en ese momento en el breve espacio de la cama, había amor a raudales.
Los árboles caducifolios iban desnudando las ramas y ya dejaban entrever la osamenta leñosa que los sostenía. A ambos lados de los senderos del parque se acolchaban las hojas moribundas, de cuyas profundidades emergía de vez en cuando el hocico tembloroso e inquieto de una ardilla. En las últimas horas de aquel primer fin de semana que pasaban juntos tuvieron oportunidad de hablar de todo, de profundizar un poco más el uno en el otro, con la felicidad añadida de agradables hallazgos. A Gloria le gustaba el equilibrio de Roberto porque se sostenía sobre una viga maestra formada a base de esfuerzo, y digamos, también, como ella, producto de una tarea lenta de autogestión mental. Le pareció enternecedoramente humano el trago de demolición que tuvo que ingerir cuando su mujer, Amparo, le dijo una tarde que quería el divorcio. Era tenaz, constante y en definitiva, un buen policía, no el mejor, ni el peor, sencillamente un buen policía. Físicamente el atractivo de Roberto estaba fuera de duda y de algún modo, Gloria, se sentía muy orgullosa de que el hombre que ahora caminaba a trechos, corría a trechos y conversaba con ella un sereno domingo de noviembre, se hubiera fijado en ella. Aunque un rastro de vanidad femenina le dijera que ella, Gloria, era una joven igualmente atractiva en todos los órdenes.
Lo más maravilloso fue que habían pasado las horas sin que apareciera ni una sola vez el caso que tenía a la policía confundida por completo, sobre todo después del fiasco del hombre con aspecto mejicano.
– Pues yo creo que se trata de alguien con facilidad para disfrazarse, para cambiar el aspecto y todo eso…nada original-, dijo Gloria dando una patada a un puñado de hojas que se encontró en el camino.
Roberto se detuvo y la miró perplejo. No por la deducción de Gloria, al fin y al cabo, esa posibilidad iba tomando cuerpo, sino por el tono, por la naturalidad, al tiempo inocente y sabia, con la que la chica apuntó su criterio, sacando abruptamente el tema. La cinta roja que le recogía el pelo la hacía aún más bonita porque hacía un contraste arrebatador con el color esmeralda de sus ojos.
– Y que de alguna manera, ese falso Tony Lobera, es eso, más falso que Judas, y que el falso Tony Lobera es la misma persona que ese señor de gafas de culo de vaso con el pelo grasiento..
Roberto reía caminando junto a ella, feliz y completo como una criatura. La dejaba hablar…
– El presentador este tan famoso realmente fue asesinado pero su asesino ha decidido jugar a las personalidades múltiples para darle más emoción al caso. Hay criminales que juegan con sus crímenes. Mira en Seven, ¿has visto la peli?
El policía se giró hacia Gloria, la cogió suavemente de los hombros, la atrajo hacia sí y la besó. Luego la acogió en su pecho y con la mirada perdida entre la osamenta de los árboles otoñales dijo en tono de intimidad:
– Pero esa chica, Irene,. Irene Cruz…no se me va de la cabeza…