Manuel Valero.- Le gusta la vista desde la terraza. Especialmente a la hora cuando la ciudad se desprende del sudario crepuscular y se viste con las galas encendidas de la noche. Pero no es de noche. A plena luz del día, los grandes edificios se observan abrumados bajo un sucio penacho de polvo, y las calles son como pequeñas arterias. Desde la altura, los coches le parecen de juguete. A veces, alarga el brazo como para coger uno y lo adelanta a capricho hasta otro distrito. La gente son sólo cabezas y pies, y eso le divierte. El ático donde vive es una amplia vivienda con dos puertas, la de entrada a la misma y la que da acceso a la terraza que prácticamente circunvala el ático. Cuando hace bueno, se tumba en una hamaca a pensar en la hermosa y encantadora Irene.. Pero Irene no está. Y ya no podrá estar. ¡¡Cómo pudo hacerlo!! Es un grito sordo con el que se reprocha una y otra vez. Bien sabe porqué lo hizo. Hay ira en su respiración, pero se contiene. Espanta de su cabeza el menudo cuerpo de Irene, sobre la cama de un hotel de carretera rodeado de somníferos y botellas vacías, olvida su foto en las portadas de las revistas, olvida las imágenes con las que los noticieros de la tele la presentaban joven y atractiva y olvida los meses en que fue diseccionada hasta el último hueso en el quirófano infame del rosa pútrido. Evoca su risa, sus carreras por la ciudad, sus ganas constantes de juguetear, sus amantes, sus repentinos cambios de humor ante una nimiedad, su curiosidad colegial y su amor por lo perros. Así era Irene, la bella Irene.
Cree verla en uno de los puntitos de humanidad que se mueven lentamente en el abismo de la calle, incluso le hace una seña con la mano a una cabecita anónima. Después coge un autobús y lo alza hasta lo más alto de un edificio y allí lo deja a su suerte. Oye imaginariamente los gritos de los pasajeros atónitos y ríe. Pasa un helicóptero de la policía, pero no se inmuta. Ante la luciérnaga gigante imita magistralmente a Chaplin, a Bogart, a Grant, a Cloony, a Banderas… a todos los actores, sin esfuerzo, con un sorprendente mimetismo natural. Diría que el piloto lo saluda. El hace lo mismo, pero cuando se aleja trazando una curva gigantesca en el vacío, vuelve a ser él, adusto, con el rostro cincelado por una ira recóndita, con la mirada amenazante del vengador. Antes de entrar en casa, pasa a un pequeño taller que hay en una de las esquinas de la terraza. Inspecciona sus cosas, es un habilidoso con el bricolage, un perfeccionista, con una precisión de consumado profesional manipulando cualquier cosa con las manos y… la imaginación.
Sobre el desorden aparente del taller hay un libro de Edgar Alan Poe a quien admira, y en la pared que sujeta una amplia mesa de trabajo, un póster del poeta con el enigma permanente reflejado en su rostro. Lo mira y sonríe. Lo considera de la familia, es más que un padre, que un hermano, es su maestro.
Se prepara algo de comer y pone la televisión. Cuatro periodistas hablan de la actualidad, hace un gesto de indiferencia, cambia, hay un reportaje de un león devorando una cebra, lo mira un momento fijamente, pero vuelve a cambiar de canal, se detiene en una comedia de situación y aguanta hasta el segundo golpe de risa… Lo deja en un canal desconocido que emite capítulos de la serie Bonanza. Le parece atractivamente extemporánea. Mientras come, asiste a las peripecias de los Cartwright hasta la hora de las noticias. Se levanta y se acerca al frigorífico. Saca una botella de leche y se bebe media de un trago, parte de ella se le desparrama por la boca y el pecho, pero no hace ascos. Vuelve a sentarse, enciende un cigarro, estira las piernas, pone los pies sobre la mesa, la lata de cerveza vacía cae al suelo, junto con varias revistas. Se arrebuja en el sofá y asiste en primera fila a la gran novedad del caso Lobera.
La policía detuvo esta mañana en una zona residencial de Sitges a Salvador Lillo, el que fuera pareja sentimental de Tony Lobera, famoso conductor del programa Trapos Limpios ¿o no?. El detenido, muy conocido en el mundillo de la moda y de la farándula ofreció resistencia a los agentes y trató de huir. Fue atropellado por un coche en su intento de fuga, lo que le ocasionó una rotura de rótula. El detenido, que en principio ha negado tener algo que ver con la trágica muerte de Lobera, se encuentra hospitalizado, bajo vigilancia, a la espera de ser intervenido quirúrgicamente, a los interrogatorios y la decisión judicial…
Y cambiamos de tema: por otro lado, el Gobierno y los nacionalistas…
El hombre quita la televisión de un tajo. Vuelve a recostarse en el sofá con aire de superioridad. “Imbéciles”, dice. “Imbécil, la policía, imbécil ese modelito, imbéciles los nacionalistas… “
Es una queja exenta de rabia, más bien la de quien se siente por encima de la vulgaridad mortal y tiene todo minuciosamente planeado. Se levanta con cierta pereza, vuelve al taller y regresa al interior de la vivienda con dos sobres sobre los que había escrito un destinatario y una dirección.