Un seto almenado y un bosquecillo de sauces ocultaban la casa. Peinado y Ortega la vigilaban desde hacía horas. Salvador Lillo, el novio de Tony Lobera , estaba en el interior. El dispositivo de vigilancia de la policía lo vio entrar la noche anterior, de modo que el sospechoso se encontraba en el cerco, completamente ajeno a la celada. Llevaban apostados desde el amanecer, y mataban la espera hilando conjeturas, escuchando la radio, leyendo aburridamente el periódico… En momentos asi Peinado sentía unas terribles ganas de fumar. Uno de los trucos para que las esperas no tuvieran la pesadez del plomo era pensar en Amparo. Pero entonces corría el riesgo de bajar tanto la guardia que hiciera de todo punto inútil volver a subirla. Asi que siguieron con la rutina.
El coche estaba aparcado en la misma acera, a unos cinco metros de la puerta principal, en medio de una verja coronada con las iniciales TL en uno de esos delirios de los grandes “comunicadores sociales” de alto voltaje. En varias ocasiones pasaron ante ella, oculta su condición de policía bajo el atuendo informal de un vaquero y una cazadora o una chaqueta deportiva. Desde la calle y a través de la puerta se veía un camino de graba que serpenteaba entre los árboles, una fuente con una cuadrilla de sátiros que se bebían las aguas, la estructuras de un aparcamiento metálico y un poco más allá la casa, más bien un palacete. Ante la puerta de la vivienda había una escalinata que se bifurcaba en dos. En el frontal de la escalinata, otra fuente con una gárgola satirica que se reía permanentemente.
– No viven mal´- dijo Ortega de regreso de un paseo de inspección.
Escuchaban las noticias. De la muerte de Tony Lobera, nada. Había sido engullida en la cascada de acontecimientos que era capaz de contener un solo día. La teoría de un desgraciado incidente, de un ladronzuelo inexperto y necesitado, se había hecho fuerte. Pasados los días, contemplados en la televisión el funeral y completado el suceso con informaciones sin respuesta que iban decreciendo en interés a medida que pasaba el tiempo, la muerte de Tony Lobera pasó a engrosar, simplemente, la lista de sucesos. Lo único que lo hacía diferente era la personalidad del finado.
Pero la espera paciente siempre tiene su recompensa. Sobre las nueve y media de la mañana lo vieron salir. A pie. Vestía ropa deportiva y cruzaba el torso con un pequeño bolso en bandolera. Tenía una complexión musculosa y un corte de pelo que le troquelaba un cuadrado perfecto de cabello con las sienes casi al rape. Los brazos acerados cincelaban la manga de la prenda deportiva.
– Ahí está, vamos-, dijo Peinado.
Ambos policías caminaron hacia él, primero despacio, luego con más premura. A unos metros del hombre rompieron el protocolo del disimulo y se identificaron.
– Buenos días. Policías -Ortega mostró su placa. Peinado se colocó para cubrirle la espalda…
– ¿Eh… qué… qué quieren? – la sorpresa de Salvador Lillo se rebeló en un balbuceo casi ininteligible…
– Tranquilo, sólo queremos hacerle unas preguntas-. Peinado se adelantó un paso, Lillo se giró para verle.
– ¿Unas preguntas? ¿Sobre qué…? ¿Qué quieren saber? Yo… yo no….”
En ese momento Lillo se liberó de la bandolera con una rapidez inusitada y, la giró en el aire como una honda con intención de golpear a Peinado. Este esquivó el golpe pero no lo suficiente. Algo duro le golpeo la frente. Acto seguido el novio de Tony Lobera salió corriendo por las calles tranquilas de la urbanización. Peinado notó que algo húmedo le brotaba por encima de la ceja. Era sangre, pero mientras el policía miraba el tintajo rojo sobre la ceja , Ortega corrió tras él como un enloquecido. Todo ocurrió demasiado deprisa. Peinado se incorporó y saltó veloz tras el fugitivo perseguido por su compañero.
“- !Alto, policía!”- gritó Ortega.
Su buena preparación física lo hacía volar. Apenas había tráfico pero Lillo en la desesperación de la huida no vio un automóvil que rodaba por una perpendicular. El conductor frenó providencialmente, pero demasiado tarde. Un golpe seco lanzó a Lillo contra el parabrisas y luego cayó al suelo… Se quejaba… Desde el suelo vio los cuerpos agigantados de los dos policías. Los pocos transeúntes que había por la zona se detuvieron a fisgar.
– Yo… no tengo nada que ver…. Dios, creo que me he roto la pierna.
– Llama a una ambulancia, Ortega- dijo Peinado. Y luego dirigiéndose a Lillo:- Bien amigo, solo queríamos que colaborara, no traíamos ninguna orden de detención pero creo que ahora se ha metido en un lío, agresión a la policía, resistencia… Tendrá que contárselo al juez.
– Le diré lo que quiera, pero yo no tengo nada que ver con la muerte de Tony- , respondió retorciéndose de dolor.
– Eso ya lo veremos.
Apenas hubo hablado Peinado se escuchó el ulular de una ambulancia. Y fue entonces cuando Peinado se percató de que un cámara y un reportero de Corazón Abierto estaba registrando todo cuando había ocurrido. Sacó el móvil y llamó a Ropero.
– Lo tenemos, ha golpeado a Ortega y salió a escape, pero lo tenemos. Lo ha atropellado un coche pero está bien, algo roto pero bien. Cuélgalo rápido, están aquí los chicos de la basura..