Manuel Valero.- El camarero ya sabía que a esa hora debía preparar un par de gintonics con el mayor academicismo posible. Una Magellan con la cinta de un pedazo de piel de naranja entrelazada en cuatro piedras de hielo, y un toque de canela. Sólo la mitad del contenido de la botellita de tónica en la ginebra en una copa grande, enfriada con el mismo hielo cinco minutos antes, nada de frigorífico, luego el giro maestro de la cucharilla, un par de vueltas, y los granos de cardamomo.
Así le gustaba a Peinado. La acuarela sugerentemente azul de la copa le recordaba el color de ojos de Amparo. Siempre lo decía cuando el camarero se concentraba con ritual de orfebre en la elaboración perfecta del combinado. En cambio, a Ortega, más racial, le gustaba el toque patrio previamente mestizado con una Larios, “la madre de todas las ginebras”. Además era del Atlético de Madrid, condición que no le permitía snobismos innecesarios a la hora solemne de la copa en El Gato Azul.
Era un bar casi hogareño, con una barra deformada en una curvatura imperceptible, con el botellero iluminado de un tono verde acuoso que le daba al prontuario de licor un resplandor de galaxia. Paredes, suelo y taburetes de madera, fotografías urbanas, decenas de muñecos músicos de una multitud de países acopiados por el dueño durante sus viajes, y un espacio abierto al fondo para un pequeño piano. A la misma altura, sin tarima que sirva de escenario. Los viernes había música de todos los géneros siempre y cuando fuera un desenchufado no demasiado estruendoso, generalmente jazz, música de ambiente, de películas, o algún que otro grupo incipiente más baladista que investigador de nuevos ismos musicales. Había un clasicismo urbano muy cálido en El Gato Azul. No faltaba quien cogía una guitarra que siempre estaba al lado del piano y se atreviera con el Gato que está triste y azul, sólo por ver si Julián agradecía la alusión a su local con una copa gratis. Eso fue al principio. Un par de años antes. Ahora los espontáneos, más temerarios y con la complicidad del alcohol, intuían que ese guiño de originalidad se había convertido en la delación de su condición de novatos. Pasada la moda, la oda gatuna de Roberto Carlos dejó de sonar.
Había una televisión, pero jamás pintada con el colorido de la emisión, únicamente cuando daban fútbol, motos y coches. El resto del tiempo permanecía apagada como un cuadro negro colgado en la pared. Pero desde el asesinato de Lobera, Julián conectaba de vez en cuando el programa Trapos Limpios ¿o no? conducido ahora por otro comunicador social con la justa valoración de su condición, pero igualmente entusiasmado con la tarea de hurgar en los trapos sucios.. ¿o sí? También recalaba el mando a distancia en Corazón Abierto, el programa con el que Rita Rovira competía en confidencias íntimas. Algunos clientes silbaban amigablemente a Julián cuando conectaba con MediaMil o el Canal 12, pero el dueño de El Gato Azul los acallaba con la mano y se justificaba. “Tengo que informar a Peinado, soy su confidente…Y paga bien.” Sonreía.
Esa noche el bar estaba casi vacío, dos clientes solitarios y una pareja que hablaba en voz baja. Cuando no había músicos mortales en el escenario, Julián amenizaba el ambiente con un ciclo inacabable de música ecléctica de todas las épocas y de primera calidad, para entendidos. Puso las copas enfriadas en la barra apenas vio aparecer a Peinado y Ortega. La televisión estaba apagada, pero Julián ya tenía el resumen de la tertulia salvaje sintetizado en una sola frase:
– El novio de Lobera ha volado y la policía todavía no tiene ni idea de dónde está-, dijo mientras preparaba los combinados.
– Que muevan el culo ellos y sus equipos de investigación- respondió indiferente a la crítica el policía Peinado-. Hoy tiene esto un toque más azul, como…
– Como los ojos de Amparo-, el agente Ortega y Julián corearon al mismo tiempo.
– Tengo que llamarla, todavía la quiero-, suspiró Peinado después del primer trago.
– Ten novio para esto-, terció el camarero que se sentó frente a ellos al otro lado de la barra.
– Todavía no sabemos si el novio de Lobera es el malo, Julián-. Ortega respiró profundamente tras el primer buche de Larios.
– ¿No hubiera sido más lógico que hubiera ido a su casa a darle matarile? ¿Era su novio, no?-. La conjetura de Julián encontró su respuesta.
– Exacto, más lógico, pero eso le haría parecer más sospechoso todavía…
En ese momento entró otro cliente conocido. Era Ropero el periodista de Mundo Global... Una chaqueta de tela, un vaquero con desconchones, un bolso en bandolera, un pelo abundante y grifo, y sus gafas añil a lo John Lennon conformaban una fisonomía indumentaria muy personal.
– El que faltaba-, dijo Julián. Y le puso una cerveza.