Miguel Morayta murió la semana pasada en México, la tierra que le permitió trabajar en lo que más quería, el cine. Él es uno más de los muchos olvidados. Desde Alumbre reivindicamos su reconocimiento en su tierra de nacimiento.
No hace ni dos horas que el Quanza, navío portugués, atracó en el puerto de Veracruz. La plaza en la que entra el pequeño grupo de avanzadilla de los recién llegados está llena de verde, de olor a café y de música. Al otro lado de la plaza un grupo de albañiles, inconfundibles por sus gorros elaborados con la prensa burguesa del día, avanza justo hacia ellos. No pasan de largo y parándoles les hablan indicándoles sus ropas. “Ustedes son españoles”, afirman. Los albañiles se lanzan a abrazarles y les comunican: “No se preocupen compañeros, que ya llegaron, y aquí no les va a pasar nada, para eso estamos nosotros”.
Miguel Morayta forma parte del grupo, acaba de llegar a México y va a empezar una nueva vida. Es noviembre de 1941.
Todavía no sabe por qué se ha bajado del barco ya que este continúa su viaje, hasta Buenos Aires va a llegar, y es ahí donde realmente quería ir, a la tierra donde está enterrado su abuelo, del que heredó nombre (con plaza en Madrid y calle en Ciudad Real, ahora ya dedicadas a otros), a la tierra de Buenos Aires, donde él podrá validar sus títulos de campeón de tangos de las fiestas de Donostia, de Tánger o las del casino de su pueblo. Pero también al Buenos Aires de las películas, de la producción más fuerte en ese momento de la cinematografía en castellano. Porque realmente esta era su intención, nueva vida, nuevo oficio la misma pasión de cuando pequeño y con toda la familia disfrutaban las matinés del cine Cervantes en Ciudad Real, el cine. Ahora, después de tanta realidad y en tierra nueva, iba a contar historias, iba a hacer cine.
Pero bajó en Veracruz, no tomó ni café, y con las piernas aún no acostumbradas a la rigidez de la tierra firme, más de trescientos días de travesía, emprendió viaje en tren hacia la Ciudad de México, hacia México Distrito Federal adonde llegó el 19 de noviembre. Dos años pasaron para que su mujer y su primer hijo pudieran reunirse con él.
Hace setenta y dos años que vive en el mismo barrio. Hace dos que apenas sale de su casa. Pero siempre cuando se habla con él, lo primero que dice es “no habrán tirado el casino”.
Hace ciento ocho años que Miguel Morayta Martínez, director de cine mexicano, conoció Ciudad Real. Cuando este su pueblo pasó a llamarse Ciudad Libre, él ya no vivía aquí y luchaba en una guerra que no perdió él solo. La casa donde se crió, las salas donde vio películas, las calles que recorrió, ya no existen. Aun así, él podría volver a pasear por todas esas sombras y memorias si quisiera, hace poco tiempo el estado español lo reconoció como uno de los suyos y le otorgó un pasaporte. Lo podría haber hecho de todas maneras, por razones que no da la oficialidad, porque es uno de los nuestros. Sin embargo piensa que está algo mayor para viajar.
Preguntado por el oficio que ha tenido responde, vivir. Ninguna película a la vista aunque sí le gustaría rodar un guión que tiene y que se llama “Ahí les dejo esa cloaca que es el mundo”.
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Fantástica vuestra recuperación de Morayta.