Jardines de piedra

Ángel RomeraEl título de una película de Coppola es una hermosa metáfora de los grandes cementerios bajo la luna, y me sirve para escriturar, sin gana alguna, algo de lo que siento sobre los jardines malditos de El Prado, un lugar frecuentado por borrachos, drogatas, mochileros y un tal Ángel Romera que llevaba a veces a su perro hasta que este comió algo que le tuvo a las puertas de Cerbero. No hay dinero para nada, pero sí para hacer unas obras sin otro sentido que dilapidar los impuestos en los bolsillos sin fondo de los constructores; de hecho, ya estamos pagando a plazos otras plazas e incluso algún aeropuerto que otro. Por demás, puede decirse ya lo que, en su autoexilio de San Juan de Puerto Rico escribía el melancólico Ángel Crespo en la revista La Torre: «Ya no florecerán las rosas / en El Prado». También esos árboles son mis hermanos, sobre todos los reunidos en familia, no en ringlera ni muriéndose de soledad. «Si un árbol cae en el bosque, ¿quien lo oirá?», reza el koan budista. Sus ramas abrazaban el mismo aire que respiramos nosotros y nos abriga y sustenta la misma tierra de que se alimentaba; sus ramas y raíces se entrelazaban como los nervios y los capilares de nuestro cuerpo, que está hecho también con los dos ramajes del corazón y del cerebro. Incluso hay instalado en el árbol bronquial un nido con muchos pájaros volanderos. De todos esos hilos colgamos como una marioneta indecisa entre mente y sentimiento.

Las plazas públicas solo existen en la cultura cristiana, extrovertida, porque escribe de izquierda a derecha. No existen en el urbanismo musulmán antiguo, que gustaba de amontonar casas entre callejas de sombra y solo concentraba multitudes en largas vías llamadas zocos. En Occidente casi todas las plazas poseen alguna iglesia que aparece en el plano como una araña en el centro de la tela ciudadana. Pero el tétrico origen de la plaza del urbanismo europeo es el vulgar camposanto, un cementerio exterior a las iglesias para gente sin caudal para enterrarse como en el Romance del Conde Olinos:

A ella, como hija de reyes,
la entierran en el altar;
a él, como hijo de condes,
unos pasos más atrás.

Con el desarrollo urbano de los siglos esos cementerios fueron desapareciendo y en su lugar los concejos encontraban un sitio ideal para situar los puestos del mercado e incluso en otras remodelaciones establecieron soportales. En la de Almagro, por ejemplo, donde no hay iglesia, pero hubo una importante feria, la hubo hasta que quedó demolida por el famoso segundo terremoto de Lisboa, y su lugar lo ocupa ahora un pequeño jardín frente al Ayuntamiento (perdón por la obscenidad). Por cierto que al citado terremoto de Lisboa Voltaire le dedicó el mejor de sus poemas, porque encontró en él un tema ideal para su filosofía. Se produjo a la hora de la misa mayor del día de difuntos de 1755, cuando todo el mundo rezaba al Señor, y Voltaire, que también era una especie de terremoto, quiso poner a este acontecimiento como centro de su teoría de que Dios no intervenía en los asuntos humanos y era indiferente a ellos. Sin duda, el discípulo de la puta ilustrada Ninón de Lenclós, quien le legó su fortuna para que se comprase libros, influyó más en el destino de Europa que el propio Terremoto de Lisboa, que el propio Shakespeare o que el propio Cervantes. El señor de Rohan tenía que haber calculado los efectos mariposiles de mandar a sus dos rudos lacayos a zurrarle la badana. Voltaire sabía cómo revolucionar y paganizar Europa, con esas miríadas de breves folletitos y con esas frases lapidarias: «En un país con una sola religión, no se puede vivir; en otro con dos, hay guerra civil; pero en Inglaterra, donde hay treinta, hay paz». Se construyó dos casas juntas a cada lado de la frontera francosuiza. Cuando le perseguían en Francia, se mudaba a Suiza cruzando el jardín; cuando ya había apaciguado los ánimos allí y le perseguían en Suiza, lo volvía a cruzar en sentido inverso. Se leyó la Biblia minuciosamente para anotar todas y cada una de sus contradicciones y luego escribió Las preguntas de Zapata, un folletito en que ese hipotético teólogo español las soltaba a la Universidad de Salamanca. El opúsculo termina así: «Zapata fue un padre bondadoso, fue un hombre creyente, fue un cristiano devoto; fue quemado en la hoguera el día…»

Pero, volviendo a introducir chorro en el tiesto, digo  es frecuente, pues, que cuando se hacen obras en las plazas públicas, en especial en aquellas en las que hay alguna iglesia (suele haber un cierto montículo o elevación de terreno en ellas) empiecen a aparecer huesos, garbanzos de rosario y diversos restos vegetales de acompañamiento floral; casi para un cocido. Esto haría fruncir el entrecejo, que dicen los novelistas, si no supiésemos, como ahora sabemos, que las plazas tienen su gato histórico encerrado, un gato acaso como el de Schrödinger, ni muerto ni vivo, zombi.

Ángel Romera
http://diariodelendriago.blogspot.com.es/

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1 COMENTARIO

  1. Me ha gustado tu artículo y añado: Dice un dicho: «Lo peor no es que digas -puta- sino como me lo dices!!!
    Viene esto a colación a que tu comentario sobre los «drogatas» etc, no me ha molestado en absoluto. ¿Será por la humanidad y la delicadeza con las que lo has dicho…? ¡Será!

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