Lo que más agrimula y avergonzota del dictamen europeo de los jueces sobre las leyes hipotecarias franquistas (esas cosas no se renuevan, lo que sí se renueva es la constitución, que es más presentable), leyes que más valiera llamar hipocritarias, es que hayan tenido que ser europeos los que nos lo digan y moros los que nos logren derogarlas. Los fascistas hicieron las leyes españolas para que el rico, al tirar los dados, sacara seis y tirara otra vez, y para que el pobre, cuando los arrojara, saliera corriendo. A eso algunos lo llaman ley y otros trampa; el caso es que el rico siempre va de oca a oca y tira porque le toca y se queda con los huevos de oro (en la fábula de Esopo es una oca). Los pueblos manchegos, tal como los pintó el malagonero escritor Antonio Heras Zamorano en su novela Vorágine sin fondo (1936), muerto en el exilio canadiense, están llenos de abogados de secano, ladrones de muertos y sansocarrascos ansiosos de descabalgar al más ilusionado empresario andante. En ellos lo primero que dicen a cualquiera que ofrece negocio o trabajo es «anda y que se aburra», porque siempre ha habido más tierra que ganas de trabajarla. Que no vengan a convencerme de la inmaculada limpieza de esa industria papelera llamada magistratura española, cuya celeridad raya el coma profundo y cuya decencia es mensurable en dinero; aquí nunca hubo declaración de derechos; copiaron una en ese papelito posfascista que nos dieron, pero solo basta leer lo de la iniciativa legislativa popular, lo de la invulnerabilidad del rey, lo de la ley electoral, lo del Senado para amiguetes y el principio máximo sobrenadante de la ley del embudo para poner las cosas en el maldito lugar en el que están y amenazan estar por la eternidad toda; porque es eso lo que tienen las leyes españolas, eternidad, desde el siglo XIX del que no terminamos de salir hasta ese gallego providencial que no termina nunca de morirse. Decía Lope de Vega que los pleitos «hacen de la esperanza anotomía», esto es, esqueleto, y que son «hasta lo judicial, per-judiciales» (por si alguien dudaba que el estancamiento judicial no viene de lejos), porque impiden las soluciones fáciles y lo único que pretenden es prolongarlo todo poéticamente hasta el infinito o hasta el infarto, ya que, cuanto más justicia, más negocio legal y más tardanza; es un negocio tan tolerado como el puticlub o el fútbol, modelos ambos de todas las instituciones ¿¡!? = ¡¿?! españolas, entre otras la política y la iglesia… que nadie se llame a error sobre nada, y menos sobre nuestros sobre-cogedores populíticos, incluso Sacomán, nuestro ministril de Hacienda sin enmienda. Cierto, no somos particularmente querulomaniacos, porque sabemos lo que da de sí la justicia española; si algo heredamos de la mediocridad franquista es un miedo horroroso a lo público, concretado en el pánico a todo lo que tenga que ver con el papel: lectura, prensa, declaración de la renta. Nuestros chicos lo han heredado: son incapaces de redactar nada que vaya más allá de un sms taquigráfico. Otrora había lo menos tebeos y novelas del manchego Estefanía, mal escritas pero con corrección ortográfica; ahora, ni eso; hasta la ortografía se ha convertido en negocio para los hideputas de la patria. Los maestros de primaria suspenden exámenes infantiles y las televisiones adocenan y jibarizan hasta reducir el pensamiento a proporciones de un dolor de cabeza o uno de esos horrorosos papeles a los que tanto temen los españoles, quienes ya no los usan ni siquiera para limpiarse el culo. ¡Con lo cándidos que son! Como los libros, también son los únicos sitios vírgenes de publicidad. Por no usar papel, los críos ya ni siquiera cambian cromos o calcamonías. Todo lo han sustituido por el móvil y esa mierda sonora que huele en los oídos.
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Desde los comunistas hasta los ultraliberales todos abrazaron la nueva «ilegalidad sobrevenida» y todos desde los comunistas a los fachas, callaron ante una ley hiptecaria silente.Y la sociedad toda, y los opinadores todos, callaron… no hacía falta aplicarla, había pienso para todos. Es ahora cuando se ha caído el chiringo cuando todo el mundo juega a salvarse de la quema y a ser el primer justiciero. ¿Dónde estábamos todos al alborear el siglo? De cañas. Pue eso.
Muy cierto