Hay cócteles que en su propia creación llevan implícita su desaparición. También los hay que permanecen en el tiempo algunos años y otros, los menos, que se convierten en inmortales. Tienen nombres diversos: Daiquiri, Margarita, Bloody Mary. Ahora les voy a proponer uno que creo que se puede unir a esta última categoría. Introduzcamos en una coctelera el pop art, a Malcolm McDowell, la Novena Sinfonía de Beethoven, La Gazza ladra de Rossini, sexo, violencia, y el ingrediente final y decisivo: Stanley Kubrick. Lo mezclamos, pero no lo agitamos (como James Bond), destapamos y nos encontramos con uno color naranja al que, por supuesto, llamaremos La naranja mecánica.
Es un cóctel que me tomé por primera vez con dieciséis años. Mi padre aún no sabe nada de esto (me temo que ahora se enterará), y no me sentó nada bien. Hoy, unos cuantos años después, lo he vuelto a ingerir en bastantes ocasiones. Ya el poso de su sabor es distinto. Tiene al cálido aroma de esos libros que siempre nos acompañan en el recuerdo y en el presente. Cada nueva ingestión mejora la sensación que había dejado la anterior.
Aparecen los títulos de crédito al compás de los acordes de la Música para los funerales de la Reina Mary, de Henry Purcell, versionada por Walter Carlos. Unos segundos después, dos poderosos ojos miran con detenimiento a la cámara. Esta, asustada por el poder de esa mirada, retrocede y nos enseña el lugar en el que nos encontramos. Un nuevo mundo, un nuevo lenguaje y una nueva estética requieren nuestra atención; y nosotros, ya con la misma mirada penetrante con la que nos observaban los ojos del principio, accedemos al universo kubrickiano en estado puro.
Estamos en el Korova milk bar. Alex de Large (Malcolm McDowell) está acompañado de sus tres amigos («drugos»), vestidos con su particular uniforme y bebiendo leche plus. Una bebida que contiene «vellocina», droga que los prepara para la ultraviolencia. Va a comenzar una noche en la que el sexo y la violencia serán los dos elementos que acompañarán el discurrir del tiempo.
Kubrick afirmaba que sin Malcolm McDowell no hubiera podido hacer la película. Posiblemente sea una exageración, pero no una falsedad. Sin la particular mirada y gestualidad de McDowell sería una naranja descolorida. Como si a La Montaña Mágica le quitamos a Nafta.
La película generó mucha controversia, y desde determinados sectores de la prensa fue acusada de incitar a actos vandálicos. Incluso algunos atracos o violaciones ocurridos en Londres fueron achacados a jóvenes que imitaban en la vestimenta y en el modus operandi a los «drugos».
La banda sonora es cardinal. Forma parte de las escenas, del diálogo, de la historia. Tiene la misma fuerza decisoria que apreciamos en la novela de Tolstoi Sonata a Kreutzer, cuando el marido se deja arrastrar por el estridente diálogo que mantienen el violín y el piano en la Sonata de Beethoven y comete una acción execrable.
Estamos ante un Kubrick visionario. La forma de contar la historia, el uso de la música, el particular estilo visual, incluso el lenguaje (aunque la jerga utilizada ya estaba en el libro de Burguess) es distinto. No se podía pensar en 1971 en una película como La naranja mecánica, y sin embargo él la hizo.
Posdata: Igual que era deslumbrante aquella Naranja Mecánica compuesta por Rep, Krol, Neeskens, Cruyff, Rensenbrink y Van Hanegem, lo es esta. Por cierto, un consejo: no es una película apta para todos, solo para aquellos a los que le guste el buen cine.
www.vienafindesiglo.blogspot.com