“Sin periodismo no hay democracia”, reza desesperadamente la chapa reivindicativa de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). Muchos informadores lucieron esta insignia durante el Día de la Constitución, mientras cubrían los actos oficiales. Lo hicieron en un grito mudo ante la apocalíptica situación que viven los medios de comunicación en España, la destrucción de decenas de miles de puestos de trabajo, y la inminente desaparición del periodista como contrapeso de los abusos del poder.
Fue entonces cuando ocurrió. A las puertas del Senado. Un veterano periodista regala la chapa al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, quien la mete discretamente en su bolsillo al tiempo que pontifica, antes de cambiar de tema, que la democracia no se garantiza sólo con el ejercicio del periodismo. Touché. Una escena como metáfora perfecta: a los políticos les importa un comino la suerte del periodismo. Es más, la muerte del periodismo es su victoria táctica, el timbre del recreo. Un resoplido de alivio, la barra libre de la arbitrariedad.
Sólo desde la candidez puede el periodista confiar en que el político le saque las castañas del fuego, por más que el derecho a la libertad de expresión e información esté recogido en la Constitución. En primer lugar, porque los principales responsables del naufragio, y quienes deben bracear para agarrarse al bote, son las propias empresas periodísticas, viciadas en inversiones ajenas a los intereses del lector, creadas por empresarios oportunistas al rebufo del poder, silentes con las historias que perjudicaran sus intereses políticos y publicitarios.
Por otra parte, la pérdida de credibilidad de la audiencia ha venido acompañada de un nefasto despegue de la era digital que ha consagrado la gratuidad total de contenidos, y ha sido rematada por la crisis publicitaria más profunda que se recuerda. Añádase la nula regulación de la profesión, la inutilidad de las asociaciones profesionales como órganos de defensa corporativa y el bajo índice de lectura, y se obtendrá el cóctel letal que va a enterrar a esta desdichada profesión, tal y como la hemos conocido.
No se puede reprochar, pues, únicamente a los políticos que el periodismo clásico esté agonizante, aunque les venga de perilla. A los poderes públicos, y a los partidos políticos en general, les basta con engrasar la maquinaria de sus gabinetes de prensa y amparar y premiar a determinados directivos o periodistas “influyentes” (la mayoría de ellos, en régimen de autónomos o freelance) que copan el circuito de los medios de comunicación desde un fanatismo de trinchera ideológica. No. De arriba no vendrá la salvación. Es la “prensa libre” la que debiera reaccionar con sus propias armas, con imaginación y valentía, en connivencia con la sociedad.
Ignoramos la fórmula del antídoto contra el veneno que consume a este oficio. La solución podría venir por el cooperativismo profesional, el pago por determinados contenidos, la incorporación del lector al planteamiento editorial, la regulación de la publicidad institucional… La superación de la crisis del periodismo, reflejo de la crisis global de valores, podría estar determinada por alguno de estos ingredientes. Quizá por todos. Quizá por ninguno.
Pero sólo hay un punto de partida sin el cual toda esperanza es inútil: el periodismo debe comprometerse con el ciudadano, y no con el poder. Trabajar desde el compromiso con la sociedad para recuperar su confianza y abanderar la honestidad profesional para rescatar la valentía colectiva… Esa valentía que, paradójicamente, hemos perdido, todos, durante las últimas décadas de democracia.
«Por otra parte, la pérdida de credibilidad de la audiencia ha venido acompañada de un nefasto despegue de la era digital que ha consagrado la gratuidad total de contenidos…» Esto, escrito desde un medio digital y gratuito, no sé si es coña o simple cachondeíto. ¿O es que este medio también ha despegado nefastamente? Pues si es así, cerradlo.
Ah, y la «publicidad institucional» no debería regularse sino, sencillamente, prohibirse. La compra de medios y opiniones por parte de los distintos gobiernos (y en España hay gobiernos -nacional, autonómicos, locales…- de sobra) es vergonzosa y, curiosamente, el editorial no entra a semejante cuestión.
Y, por último, no sé si habrá democracia sin periodismo (sí sé que hubo dictadura con periodismo, y alguno nada malo) pero sí me temo que el problema no es ése sino algo mucho más tangible y material: la pasta, vamos. Confundir «libertad de expresión» con «libertad de empresa» (y los medios son, ante todo, empresas) es irritantemente demagógico.
Periodistas bipolarizados en torno a los dos grandes partidos que no ponderan la decisión política en función de su contenido sino de su procedencia. Periodistas pregoneros o voceros del poderoso ,funcionarios y jefes de gabinetes de prensa muchos de ellos. Periodistas que en las ruedas de prensa ríen las patochadas del alcalde de turno como si de bufones del rey se tratara y les fuera la vida en ello. Periodismo subvencionado, en definitiva ,y miedo, demasiado miedo, a perder el empleo. Los periodistas son el trasunto de lo que sucede en el resto del país: pavor a no tener trabajo. En algunos casos miedo a perder los grandes privilegios económicos y de otro tipo.
Podría entender que se tuviera miedo a perder la vida, como en algunos países latinoamericanos, por ejercer la libertad de expresión e información, pero sin empleo estamos muchos que no somos periodistas ,y nos jode, pero no nos arrodillamos ante nadie.