Mucho, quizá demasiado se celebra el bicentenario de la Constitución de Cádiz (1812). Incluía no pocos defectos (falta de una declaración expresa de derechos del hombre o haber blindado la figura del monarca al eximirlo de responsabilidad legal, por ejemplo), pero, desde luego, albergó muy buenos propósitos, porque con su abundancia se aprovechó para empedrar el suelo del Infierno.
Los propósitos ni atan ni desatan, ni van ni vienen, igual montan ocho que ochenta, lo mismo dan que dan lo mismo. Eso sí, fue la única constitución que dedicó un título entero, el noveno, a la educación; es más, prescribió una primaria y pública para todos los españoles cuyo primer programa fue «leer, escribir, contar, el catecismo y una breve exposición de las obligaciones civiles», aunque, ya desde entonces, no hubo dotación presupuestaria ni ley económica alguna que asegurara un buen propósito tan progresista como este.En la Constitución de 1812 sorprende ver ya el germen, junto a la lengua y las matemáticas, de dos asignaturas: la Educación para la ciudadanía, ético-cívica, o como la quieran llamar, y la Religión (católica, se presume). Algunos políticos deberían haber aprendido de este precedente para hacerlo bien, y no de tantos, y tan recientes como hay, para hacerlo mal, que es lo que suele pasar cuando los que nos rigen no son ni «buenos ni benéficos», por usar las ilustradas palabras de 1812.
Porque la Constitución actual, que nos quieren vender a los españoles buenos y benéficos como el colmo de la Lechera y heredera de la decimonónica, cuenta con tantos defectos como ella o más: un Senado nominal e inútil que sólo ha servido para esquilmar el presupuesto; una iniciativa legislativa popular que no es iniciativa, ni legislativa, ni popular; una monarquía cara, machista, impuesta con calzador, tan blindada como la propia y tiránica de Fernando VII; diecisiete -¡diecisiete!- comunidades autónomas con bula para facilitar toda corrupción y gasto; una legislación electoral neocanovista de listas cerradas y Ley d’Hont, que, como el antiguo Canovismo, se hizo para evitar al pueblo y a su representante, el tercer partido o Demócrata, reduciéndolo a un magma de minorías peleonas mientras se reparten el poder, como siempre han hecho a lo largo de la historia de España, los Progresistas y los Conservadores (no hace falta ahora pucherazo: basta una legislación ad hoc y un gremio de periodistas lameculos sin estatuto, fácilmente manipulable con los medios de la subvención y el contrato basura).
No puedo por menos que lamentar que en Ciudad Real se brinden tan superficiales testimonios de aprecio a las ¿libertades? constitucionales, papel sucio y mojado. Para darse cuenta del escasísimo calado de las decorativas filfas de la España oficial en este seis de diciembre, basta con ver, por ejemplo, en esta misma Ciudad Real, cómo se ha olvidado la memoria histórica de uno de los máximos campeones, defensores y comentadores del Constitucionalismo español de todos los tiempos, el abogado liberal ciudadrealeño (o ciudarrealeño, qué más da) Félix Mejía Fernández-Pacheco (1776-1853), periodista, dramaturgo e historiador, quien permanece incógnito sin que lleve su nombre ni una calle, ni una institución local y sin que ni siquiera se hayan editado sus Obras completas, únicas que podrían merecer ese honor oficial no sólo por lo que cívicamente representan, sino por lo bien escritas que están. Mejía comentó la Constitución de 1812 durante el Trienio Liberal, combatió con riesgo de su vida la tiranía de la monarquía fernandina, fue tal vez el primer español en pronunciar con el sentido que tiene hoy en día la palabra democracia y combatió con todas sus fuerzas, y las más de las veces anónimamente, desde los «Suplementos» a El Eco del Comercio, la retrógrada Constitución de 1845 que estableció una soberanía compartida auspiciada por el militar liberal-conservador Ramón María Narváez, sobre quien Manuel Salcedo Olid acaba de publicar una excelente y monumental biografía, heredera de los trabajos liminares y ya superados de Jesús Pabón.
No estaría de más descubrir aquí y ahora la biografía aventurera y apasionante de Mejía, tan semejante a la del famoso Aviraneta, a quien muy posiblemente llegó a conocer. El escritor manchego defendió la libertad no ya con la pluma (fundó casi veinte periódicos en España y América y escribió numerosos libros con su nombre o bajo anonimato), sino con el sable (como guerrillero en la Guerra de la Independencia, o el 7 de setiembre de 1822 en Madrid contra el golpe involucionista de Fernando VII), haciéndolo en nuestra tierra (Toledo, Cádiz, Madrid, Ciudad Real) cuando le dejaron, pero también en su forzado exilio, en Filadelfia, en Guatemala, en México, en Cuba. Pero no lo haré, al menos ahora. Y tampoco hablaré de sus apariciones como personaje en las novelas de Galdós y Baroja, en los artículos de Larra o en otros muchos títulos de la época.
No he querido dejar pasar la oportunidad, en estas simbólicas fechas, de dejar constancia de este crimen, de este olvido, de esta hipocresía, de esta sinrazón. Sirva a lo menos esta pica en Flandes de quien ha dedicado más de diez años de su vida a elaborar su biografía y estudiar su obra para reivindicar la memoria del único a quien los manchegos pueden tener el legitimo orgullo de recordar como un verdadero e implacable luchador por la libertad, la igualdad, la fraternidad y, como el mismo añadía, la justicia.
Pues en cuanto los radicales anticapitalistas de IU cambiemos la relación de fuerzas del Ayuntamiento, pondremos calle y plaza (y monumento) a este buen liberal. Es efectivamente una vergüenza que Mejía no disfrute del reconocimiento que habría otorgado toda ciudad europea si fuese la cuna de este personaje. Un edificio de la UCLM, un instituto. Joder, no es por desmerecer, pero Juan de Ávila es un piltrafilla al lado de este hombre. Y además no es de Ciudad Real. Ni Juan Pablo II. Ale, ya se puede ir haciendo hueco en el callejero de la ciudad.