Pedro Sarmiento veía pasar los días a través de la ventana de su habitación. Tres años y un día recién cumplidos en el Área de Demencia Social, planta de Gerontoneonatología, del Hospital General Parvulario de Hüevemburgo.
En el fondo se sentía un privilegiado: la Avenida del Colon, siempre transitada y a merced de los vientos, con su flora endémica y el vaivén de la hierba crecida, mecida como vello axilar por la brisa marina, le proporcionaba momentos de laxación mental. El patio del Colegio Público Mercantil Nuestra Señora de la Prima de Riesgo era un hervidero de chavalería estridente. Aficionado desde joven a la arquitectura carcelaria, satisfacía su admiración por la edificación represiva contemplando la infraestructura educativa.
Estaba prohibido, pero Sarmiento fumaba cigarrillos invisibles a escondidas, sin temor a ser sorprendido en plena bocanada. Las enfermeras se excedían con la vista gorda, a pesar del flaco favor que le hacían. En contra de todo precepto facultativo, la locura se filtraba a través de la boquilla de su imaginario translúcido cuando sujetaba un pitillo humeante apagado entre sus dedos cenizos. Al ser estos cigarrillos de combustión lenta tenía cuerdo para rato, aunque siempre le sobrevolara la amenaza de encender un liado de picadura mortal.
Las carreras de los niños le obsesionaban. ¡Quieren escapar!, pensaba. Los altos muros de la institución pedagógica y en especial la jaula metálica en la que se encerraba a los pequeños de Educación Puberinfantil, pese a ser elementos recomendados en todo sistema educativo penal, le parecían excesivos. Creía, sin embargo, que la represión psicológica de base tecnológica, como metodología humanística de la inhumanidad, más sutil, más natural y depravada, contenía, con mayor eficacia, la irreverencia inocente de los párvulos.
Cada una de sus palabras era refrendada por la firma ahumada de su álter ego de tabaco. No en vano, Pedro Sarmiento se consideraba la prolongación de una calada; de una bien profunda. Durante años de falso fumador impulsivo fue incubando una afección coronaria como consecuencia del alquitrán inhalado a raíz de su etérea adicción. La enfermedad era tan rara que se consideraba irreal y monárquica a la vez. Se trataba del único caso entre uno en el que la sangre del paciente, al aspirar cualquier humo fatuo, se teñía de azul. Pocos daban credibilidad al diagnóstico de su dolencia, ni si quiera lo avalaban los médicos que prescribieron su aislamiento.
Un niño lloraba desconsolado en la puerta del centro educativo. Entrecortado por la angustia alargaba los brazos esperando la simiesca clemencia del aupado. La madre trataba de deshacerse de su vástago por medio de cantos de sirena. ¡Beso de judas, cuchillada bruta! – gritaba el paciente indignado mientras el niño cruzaba cabizbajo hacia el zaguán de la mano de un maestro. ¡Lágrimas de cocodrilo! le increpaba a la madre. ¡No te pasará como a la mujer de Lot!… Y el niño apareció de repente, como alma que lleva el diablo, a la carrera en dirección a su progenitora. Pedro Sarmiento lo miró sorprendido. Se puso en pie de un salto y pegó su nariz a la ventana para verlo mejor. ¡Soy yo!… no es posible, ¡soy yo!…¡ese niño soy yo!. El maestro lo había alcanzado y lo arrastraba, contra su voluntad, hacia la puerta. ¿Es posible?, se preguntaba. ¿Cómo es posible?… ¡Ah… no, no soy yo!. Encendió un cigarrillo y se quedó pensativo. ¿Qué especies dejan a sus crías aún dependientes en un nidal tan poco acogedor que les desate un incontrolable y reflejo afán por escapar?. Creo haber leído algo sobre un reptil que habita cierto archipiélago del sur del Pacífico, le comentó al pitillo.