Somos capaces de hipotecarnos de por vida a una condena inmobiliaria, de mortificar la carne en una lucha a muerte contra nuestro ser, de flagelarnos por una sinrazón esférica, de sentenciar la salud en un cadalso laboral, de consumirnos en una fiebre pecuniaria, de encomendarnos a la desidia, de hacer del futuro un saldo y perderlo democráticamente en la timba de los trileros.
Entretanto nos sorprende la paternidad y, sin mediar contingencia adversa, entre tanto gozo sadomasoquista, aun pedimos prestado a nuestros vástagos su alimento, su abrigo, su paz. Los amputamos de su madres. Tajamos su cordón umbilical de repuesto, el paracaídas frente al vértigo de la vida, desvinculando un conjunto par que, por disyunción, conmutamos por un par de conjuntos disjuntos.
Así, a grandes zancadas, les colocamos el yugo de la inercia y los introducimos en la delirante maratón por la desnaturalización. Mercantilizamos la leyenda de Rómulo y Remo para refundar el imperio del consumo. Una loba o una vaca, una madre o una lata. Un tetrabrik como engarce conciliador de la vida familiar y laboral.
Durante décadas se ha promovido de forma criminal la lactancia artificial. Basta con diseccionar los consejos de cualquier madre, hoy abuela o bisabuela, del siglo XX. Por más que la naturaleza haya dotado a los mamíferos de sexo femenino de glándulas mamarias productoras de leche con las que alimentar a sus crías, todo vale por engordar las cuentas de resultados. Y es que la salud, en general y más allá del ámbito sanitario, es un negocio: como si un yogur pudiera ser un escudo antimisiles o un desatascador para nuestras arterias. Cuajarones para incautos con cuajo en el mercado del placebo.
Por esto hoy me embebo en la Vía Láctea, en apoyo a Oro Blanco, la labor divulgativa, reeducativa y de sensibilización que realiza y a ese lechoso retoño que está a punto de alumbrar vía crowdfunding.