Una conversación con Pepe

Manuel ValeroManuel Valero.- Fui a visitar a José Antonio Giménez cuando apenas le quedaban un par de horas para que anotara en el calendario de su peripecia personal la jornada número 27 a dieta líquida en reivindicación de un empleo para sí y por el sueño ideal de un mundo cooperativo, autogestionario, sin patrón y sin dinero.

Le debía la visita por mi primer análisis que hice de la escenificación anacoreta de su demanda y por el toque santón-entiendáseme- con que optó por mostrase al mundo: en lugar elevado, subvirtiendo el orden que otorga a los sitios emblemáticos la inconfundible aureola de los grandes acontecimientos, los grandes boatos, los rutilantes actos lúdicos de la sociología festiva, los pomposos discursos y las promesas de todo cuño, potentes en decibelios pero anémicas de compromiso.

Desde la Concha de la Música, que es como decir desde el tuétano puertollanero se hace mucho más visual su revolución permanente y mucho más sonora su decisión de enfrentarse al sistema. Ya no es el político de turno, el sindicalista ocasional o el animador oficial de las fiestas subvencionadas, el inquilino de ese espacio emblemático, sino un ciudadano común, poco común, que exige, protesta y reivindica. Hablamos durante hora y media. Y he de confesar que desde aquella atalaya, ante la tienda de campaña abierta para el necesario oreo, entre botellas de líquido energético y libros de Trosky, quedé impresionado de la vitalidad exultante y la determinación psicológica con la que Pepe mantiene su acampada lucha.

Uno, serenamente descreído de casi todo, rayano en lo que he convenido en denominar nihilismo bueno tuvo ocasión de cotejar e intercambiar opiniones con una diferencia insalvable: su creencia militante en la bonhomía universal y mi descreimiento en la posibilidad de un mundo futuro universalmente mejor, como consecuencia de la evolución natural de la especie humana. Desde las preguntas más prosaicas hasta las grandes cuestiones de la existencia, fuimos llenando hora y media de conversación. ¿La propiedad es consecuencia de una pulsión natural? ¿Fue un producto destilado de la inteligencia humana a medida que los primeros grupos se iban civilizando y creando culturas y órdenes sociales? ¿La invención del dinero y su sustitución por el trueque fue el inicio del fortalecimiento del egoísmo humano y la aparición de los primeros acaparadores y especuladores? ¿No hay un determinismo insalvable al que empuja la condición humana? ¿Hasta qué punto influye en cada uno de nosotros el código genético que nos hace ser como somos y no de otra manera? ¿La educación, el entorno, nos puede moldear hasta vencer la inercia genética y superar el mayor de los escollos que es la condición y la naturaleza humanas?

Pese a los cambios habidos en la línea del tiempo, todo parece indicar que pese a que la libertad y el bienestar se han extendido hoy por el Planeta hasta limites insospechados hace apenas una centuria, los roles siguen intactos y la extensión del bienestar y mayores cotas de libertad bien pueden ser coartadas para el mantenimiento de esos roles. Dicho de otro modo, y aun a riesgo de perecer ante el primer lugar común de todos los lugares comunes: desde que el mundo es mundo siempre ha habido ricos y pobres, poderosos y débiles.

Sólo el colchón de una numerosa, nutrida y entretenida clase media es el salvoconducto para un status quo permanente y controladamente pacífico. Convengo en que la tentación acaparadora está latente en cualquiera de nosotros y que el desprendimiento es un escalón moral que hace a las personas más generosas, pero la generosidad y el desprendimiento son estadíos del espíritu que ha superado el egoísmo natural. La solidaridad universal, la autogestión y la comunión ideal entre lo individual y colectivo no son de este mundo de hombres imperfectos. Llegados a este punto estaríamos hablando de una Humanidad sublime. Pero como dijo el filósofo: la humanidad es abyecta, algunos hombres sublimes la redimen.

Detrás del campamento unipersonal de Pepe hay cierto componente altivo y una autoexigencia rayana en la heroicidad. Un contrato como es debido, me dice, no lo sustraerá de sus principios, exigirá, si lo consigue, la firma de un documento anexo que le garantice que no se trata de un contrato trampa para que deje de incordiar, que si se marcha dejará la tienda de campaña para el siguiente, y que en todo caso, está dispuesto a llegar hasta el final. Y esto es lo más sobrecogedor. Le digo que se lucha mejor vivo que muerto y él me dice con implacable seguridad que se siente como una semilla de futuro, lo cual le otorga cierta mística de apóstol iluminado y un ápice de narcisismo revolucionario.

Finalmente rubrica algo con tono críptico: la cosa puede durar ya sólo unos días y la solución “vendrá de fuera”. Eso implica que su lucha no habrá sido en vano pero que si se marcha lo hará con la espina clavada de la indiferencia de los poderes locales. Nos despedimos, él con sus principios y yo con los míos, y le traslado mi deseo sincero de que salga con bien de su lucha contra los gigantescos molinos de la codicia. Su ardor juvenil me tonifica pese a cierta obsolescencia que brilla como baliza de su biblioteca personal.

La suya es una contestación digna y valiente por un puesto de trabajo y por un mundo reconquistado para una socialización arcádica sin intermediarios, ni bancos, ni mercados, para un estado natural de armonía e intercambio desinteresado, la fusión social entre el yo y el todo, el sueño de toda la humanidad, la utopía de la utopía. Lástima que no estemos aquí para comprobarlo.

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2 COMENTARIOS

  1. El que escribe parece estar siguiendo un curso de escritura de poesía rápida. Por buscarle un parecido. Esos Estrenos TV de cuarta categoría.

    Me lo he pasado en grande visitando tantos lugares comunes.

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