Los años de la posguerra son, sin duda, el referente más dramático al que recurre la memoria popular cuando desea hacer referencia a calamidades pasadas, como contrapeso a las desgracias presentes o para advertir de las amenazas del mañana. Para entender la trascendencia social del impacto de aquellos tiempos sólo es necesario recordar las palabras de las que la generación del protofranquismo hizo su leitmotiv: no permitiremos que nuestros hijos vivan lo que hemos pasado nosotros. ¿Son los despojos varados del naufragio social contemporáneo los últimos coletazos de aquella marea?
En un futuro incierto quizá, desde la perspectiva de una economía recuperada, se hable de los niños de la crisis con la misma lastimosa conmiseración. Compadecerse de los hijos del más del 30% de pobreza relativa (en Castilla-La Mancha), de las miles de familias desahuciadas y sin ingresos económicos, será un ejercicio obligado para el remordimiento colectivo. Pero ¿Qué serán mañana estos seres humanos obligados a padecer la más inmunda realidad bajo los destellos de la caprichosa e irracional opulencia de una moral envilecida?
Si la ira se abona, inexorable germina en la tierra yerma. La miseria se expande e, indestructible, se transforma.
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