Como mandan los cánones de la tauromaquia, la corrida se anuncia con seis ejemplares listos para la lidia. En este caso son seis hermosos ejemplares de pretendientes a la ocupación de la Real Casa de Misericordia, vulgo Rectorado. Como decía aquel amigo mío de Ajofrín en peligro de naufragio, “¿Adónde vamos, Fernando?”.
Como en todo, para saber adónde vamos hay que saber antes de dónde venimos y dónde estamos.
Como preámbulo, lo primero que me pregunto es dónde están las voces airadas de las feministas, que no denuncian la flagrante desigualdad de género. Seis candidatos, seis varones. Echo en falta en la lista la presencia, no del 50% de nombres femeninos, sino ni siquiera del más mínimo atisbo de feminidad, aunque no fuera más que como dato testimonial de que en esta universidad también hay mujeres notables. Por lo visto, las dichosas listas paritarias que vocean los políticos y similares son un puro artificio, un gesto más de rancia galantería, y no un producto natural de la demanda social. Tomen nota.
Vayamos al grano. A lo que estamos acostumbrados es a que no hubiera más que un candidato. Cuando hubo dos, fue por armar un poco de bulla, pero a nadie en su sano juicio se le podía ocurrir que el segundo candidato, por ejemplo, casualmente yo, pudiera tener la más mínima oportunidad. Yo no pretendía ser rector, ¡Dios me libre!, y cuando ahora me preguntan por qué no me presento yo, mi carcajada se oye, como decía el poeta romántico, “del uno al otro confín”. Ahora se presentan seis, y eso ya es multitud. Creo que el dato suscita alguna que otra pregunta, sobre todo la fundamental: ¿por qué entonces uno y ahora seis? Porque entones había un caudillo visionario y esto de ahora ya es todo a cien, y los dos fenómenos están relacionados.
En tiempo del caudillo visionario él, el gran timonel, construía edificios a ritmo febril. Con el río de pasta que le caía encima, él, él solito, se dedicaba a nivelar, encofrar, solar, techar, urbanizar, inaugurar…Eso, por una parte; por otra, traía y llevaba personal, prodigaba cargos y prebendas a sus fieles y empuraba a los rebeldes que se atrevían a levantar la voz con un heroico y orteguiano “¡no es eso, no es eso!”, que, por lo demás, no servía para nada, dado el alto grado de sumisión y agradecimiento imperante.
Si traigo a colación viejas historias, no es por nostalgia o revanchismo, sino porque esa, y no otra, es la clave de lo que está ocurriendo. Y si alguien piensa que me mueve el resentimiento, es muy libre de pensarlo, pero se equivoca de medio a medio: no me mueve otra intención que la de aportar un punto de vista que permita el diagnóstico correcto de la coyuntura actual. Es decir, que creo sinceramente que este es el momento idóneo para romper definitivamente con el pasado y remodelar la universidad con arreglo a otros parámetros. Pero sigamos la historia.
Tras el caudillo visionario vino otro rector. En realidad, no vino él; estaba ahí. Ernesto Martínez Ataz (y lo digo como elogio) es un hombre serio y discreto. Tuvo el acierto de serenar la universidad, que era un sinvivir, un sobresalto continuo. Con él se acabaron los expedientes a mansalva y, hasta cierto punto, los caprichos y arbitrariedades, que eran el pan nuestro de cada día hasta su llegada al Rectorado. Además, él ya no tenía dinero ni ganas para tanto festival y tanto ladrillo inútil. En su primer mandato, Martínez Ataz intentó hacer e incluso hizo (al menos así lo creo yo) una labor de saneamiento interno. Hasta donde pudo, porque no hay que olvidar que, por una parte, él apareció como el delfín del otro y, por otra, que las malformaciones producidas por el otro han seguido vivas y muy activas. En su segundo mandato, ya se fue metiendo en algún que otro charco y, sobre todo, se le vino encima el gran crack, es decir, la penuria, y ya sabemos que “donde no hay harina todo es mohína”. El rector cesante, como todos, ha tenido que soportar las consecuencias de la política de despilfarro de una Junta de Comunidades enloquecida por su creencia en una Castilla-La Mancha que fuera una especie de California opulenta, paraíso de buscadores de oro y aventureros en general, hasta que ha llegado la cruda realidad de una Comunidad pobre y endeudada. Y, como consecuencia, hemos llegado a una universidad en un estado calamitoso y mendicante.
Y ahora sí que dejo definitivamente la historia para recalar en el presente, sin perder de vista que estos son los lodos de los pasados polvos, con perdón. Martínez Ataz ha cometido el error de no llegar hasta el fondo en la urgente e ineludible, aunque ingrata, higienización de la universidad. Bien por convencimiento, bien por necesidad, no ha sido capaz de librarnos de la ambición y la voracidad de los viejos barones y virreyes que medraron a la sombra del caudillo visionario y que han seguido ahí, poniendo cara y palabras para conservar prebendas en las que se han instalado por derecho de conquista.
Ahora ha llegado la hora del gran salto, de ser el número uno, la cúspide de la gran pirámide que diseñó Peter en su famoso principio. Sería injusto meter en el mismo saco a los seis candidatos que en estos momentos pugnan por sacar la cabeza. Como los pimientos de Padrón, “unos pican y otros non”, pero no voy a decir cuáles son los que pican. Alguno responde al diseño canónico del continuismo más rancio; en este caso, no quedaría más remedio que gritar (ya que la cosa va de gallegos): “Por favor, ¡Nunca mais! ¡Ya tenemos suficiente chapapote!” Otros han aterrizado como paracaidistas en terreno desconocido y lo único que van a conseguir es aumentar la confusión.
Yo creo que seis candidatos son muchos candidatos, y voy a decir por qué. Advierto que, para las operaciones que voy a hacer, parto del principio de que la etapa de Martínez Ataz ha sido de transición, aunque aún se noten las viejas rodadas. ¿De acuerdo? Sigo. Lo lógico y prudente es que ahora hubiera dos o, cuando mucho, cuatro candidatos; en realidad, dos con variantes: uno, que vamos a llamar A, que representaría el continuismo que enlaza con la época del caudillo visionario, y otro, que vamos a llamar B, que representaría la ruptura. De la opción A habría dos variantes: la variante A1, asignada al representante de las esencias del arroyismo sin fisuras, y la variante A2, por si hubiera alguno que, dentro de la fidelidad a sus orígenes, hubiera sufrido algún ataque de rebeldía o ingratitud. De la opción B también cabrían dos variantes: la variante B1 estaría representada por quien sufrió las tarascadas del arroyismo, y la variante B2, por quien, por las razones que sean, ni sufrió sus tarascadas ni disfrutó de sus caricias. Conclusión: lo razonable es que hubiera, cuando mucho, cuatro candidatos/as: A1, A2, B1 y B2. ¿Qué les ha parecido el juego?
Algunos me pedirán que ponga nombres, cosa que por ahora no voy a hacer. En todo caso y a la vista de lo expuesto, confío en que estarán conmigo en que seis candidatos son muchos candidatos, aunque no sea más que por el conocido principio metafísico de que entre bomberos no deben pisarse la manguera. Ya me entienden.