¡Por allí resopla!… ¡Rayos y truenos!… fíjense bien, allá en lontananza, y verán cómo se aleja… apenas se distingue ya su lomo blanco y rugoso. La gran ballena de los días de opulencia y exceso se pierde en el horizonte. La guardan una cohorte de parásitas aladas, prestas a clavar su insaciable codicia en la estela de carroña que deja el cetáceo tras de sí.
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El húmedo Neptuno, morador en el reino de castillos dorados de la profunda llanura manchega, sigue de cerca a su ama de cría. Achatada por el signo de los tiempos, la divinidad frunce malhumorada su mostacho, pírrica herencia de viejos bríos y símbolo de la nueva gallardía de los dioses. Cabalga las olas sobre los bíceps de solípedos lechosos, solícitas criaturas, aunadas, con incestuoso ahínco fraternal, en una sola voluntad.
El señor de las aguas menores ase, desafiante, un tridente áureo. En él palpitan, atravesados, los corazones de aquellos desdichados que osan entorpecer su paso: todo mortal que no apoquina hace honor a su condición. La gloria del virgo europeo se degusta en copa de plata; las mieles no ligan en coyunturas torcidas.
¡Larga vida al Ahab de los laureles! Que propicias mareas no importunen tan afortunado desencuentro… ¡Rayos y truenos!… ¡Por allí resopla la magnificencia!