Si usted deja su coche aparcado justo en la puerta principal del Ayuntamiento, posiblemente tendría problemas y no pasarían ni cinco minutos sin que la policía local acudiera presta para localizar al propietario. Pero si el coche es el oficial de un alto cargo económico de la provincia (cuyo nombre omitimos por elegancia) no pasa ni media.
Que el coche esté descaradamente mal estacionado, que entorpezca el paso de los peatones en una zona que se estrecha, es indiferente si el pasajero es un pasajero ilustre. Los coches oficiales ya son de por sí un toque de ostentación que rechina en estos tiempos de crisis, no tanto por que existan, que deben existir, sino por su profusión y su uso.
Contar con el privilegio de ir cómodamente de un lugar a otro por razón de cargo no da patente de corso para transgredir las normas a las que estamos sujetos todos los ciudadanos. Máxime cuando muy cerca de allí, ves a los vigilantes de la ORA, ojo avizor para calzar al conductor que no se aviene con lo estipulado. Son estos gestos poco elegantes, poco democráticos (por la autocracia, en este caso plutocracia, que exudan) y sobre todo poco cívicos los que demuestran que el status puede ser, además, un salvoconducto para saltarse las más elementales normas de la convivencia a la torera.
Lo correcto hubiera sido que el conductor hubiera dejado a su jefe cerca del Ayuntamiento, haber maniobrado para aparcar o dar una vuelta y recoger al pasajero en un lugar concreto pero conveniente. Que el distinguido cargo económico hubiera paseado unos metros no creemos que hubiera sido perjudicial para la salud, al contrario.
Confiemos en que esa zona ni ninguna otra vuelva a ser vulnerada por ningún ciudadano, así se trate del Rey de la Marimba. En una sociedad democrática las leyes son para todos y si las instituciones no se aplican en ello, habrá que denunciar igualmente su doble vara de medir. Un poco de vergüeza, que la mala ostentación del privilegio empequeñece a quien lo tiene.
