Ayer se celebró el concurso de la carne. En él, una muchacha turolense se alzó con la corona de la banalidad -una tiara de diamantes y joyas que otorga más caché y abre más puertas que una etiqueta con cinco jotas-. Cosas de la imagen, no le busquen la lógica.
No me interesa ese inframundo; hay tantos para entrenerse… Pero no deja de sorprenderme cómo los ciudadanos, lejos de admitir la parte alícuota de responsabilidad que tenemos en el hecho de que el sueño, la máxima aspiración vital de esas niñas, sea calzarse una alhaja tan hueca, carguemos, sin embargo, contra la parte más endeble de ese negocio. No entiendo cómo se puede juzgar la frivolidad de esas criaturas desde la envidia de la carne podrida que aprieta el catálogo de Adolfo Domínguez entre las piernas, o desde el deseo reprimido que histérico pugna por la pole con Alonso a golpe de dedo en un iphone. Y esa cuestión, probablemente, sea lo menos insustancial de este asunto, porque la crueldad y el enseñamiento con los débiles es el reflejo de una sociedad insensible, cobarde y miserable.
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