Ya van para tres décadas y pico de democracia y todavía los tics caudillistas permanecen de forma machacona en la cultura política española. Esos tics caudillistas -en el sentido franquista de la palabra- se acentúan ensordecedoramente en la cultura de partido. Si descendemos al marco autonómico el arrebato del culto a la personalidad puede alcanzar dimensiones inconcebibles. Todo gira en torno al líder, todo tiene la pátina del líder, la sombra del líder es alargada cuando debería ser precisamente lo contrario: la luz, pero la luz, como se sabe, no se alarga sino que se expande. Causa rubor contemplar cómo los partidos políticos centran en la personalidad del presidente-líder todo cuanto se hace en esta comunidad para felicidad de los ciudadanos –Barreda– o lo que se va a hacer para felicidad de los ciudadanos- Cospedal-. Ese culto a la personalidad denota una democracia anémica.. El nombre del jefe-líder o de la jefa-lideresa (permítanme que no me siga esmerando en la corrección política del lenguaje porque es un coñazo, con perdón), ha de aparecer en todas las ruedas de prensa con una frecuencia empalagosa. Si de lo que se trata es de reiterar el nombre del padre que tan buenas cosas hace por sus conciudadanos para recoger la cosecha primaveral de los votos autonómicos, se consigue también enraizar aún más -en lugar de erradicar- ese tufo caudillista. A Bono, por ejemplo, paradigma del culto a la personalidad, lo único que le faltó en Castilla-La Mancha fue entrar bajo palio a los templos. Jamás la política en Castilla-La Mancha giró en torno a una persona que se fabricó su propio culto. Suele ocurrir con los hiperliderazgos como con los eucaliptos: que nada crece a su alrededor. A Moreno, Salinas, Caballero, Rodríguez, Araújo les falta tiempo para achacarle en las ruedas de prensa todo el mérito a Barreda, como los Tirado, Soriano, o Lucas-Torres hacen con Cospedal, si bien en este caso le debemos conceder el atenuante de no haber conseguido todavía el sitial del poder donde sahumerizar a gusto sus reverencias. Una pasada por las hemerotecas nos descubrirían un asombroso parecido con aquellas hiperbólicas loas con que los ministros regalaban al Caudillo. La gestión de un gobierno, señoras y señores, no es cosa de una sola persona, sino de un gobierno, de un equipo y de decenas de técnicos, funcionarios, compañeros de partido que se afanan en gestionar los intereses públicos en función de un contrato previamente establecido con los ciudadanos, y sellado con las siglas pertinentes. Ni siquiera el éxito de esa gestión es plausible pues no es más que el cumplimiento de una tarea encomendada, y se da por hecho que los políticos están para eso: para trabajar por el bien común, de suerte que el silencio ante el éxito debe ser tan sonoro como la crítica en la desviación en el ejercicio del poder. Y al final, las urnas.
Valorar al lider está bien y es necesario; sobrevalorarlo hasta la extenuación es una rémora de otras épocas. La cultura democrática se refuerza en el trabajo en equipo. Los liderazgos naturales están ahí para crecer en cuanto les da el sol. La diferencia entre los líderes naturales y los autofabricados es que los primeros no se afanan en perpetuarse en su coetaneidad y es la Historia las que los reclama; los segundos se pueden eternizar en su tiempo pero su vanidad los engorda demasiado como para que puedan pasar por la puerta de la Historia. El verdadero líder no disfruta con el halago; se incomoda; el líder impostor no sólo le halaga el halago sino que se deshace él mismo en pastosos requiebros. Francamente, no creo que Barreda, necesite que toda la Corte en pleno ande por ahí diciéndonos, recordándonos, insistiéndonos que si un día tenemos agua o amanece más temprano es gracias a Barreda, porque de eso a los pantanos hay un paso, y es un feo para los demás consejeros que algo harán. Con Bono me pegaba más pero me da la impresión de que Barreda no es de ésos.