Tanto los propietarios y arrendatarios de terrenos forestales, como cualquier persona con un mínimo sentido común, debemos estar más preocupados que en otras temporadas, con lo que se puede avecinar este verano. La inmensa mayoría estamos agradecidos por las lluvias generalizadas, intensas y magistralmente repartidas en el tiempo, de estos últimos meses, pero generan un peligro indirecto: la abundancia de cebo para el fuego.
El desgraciado incendio originado en el término municipal de Riba de Saelices – Guadalajara – , acaecido en julio de 2005, que se cobró la vida de 11 personas y asoló más de 12.800 hectáreas de monte, de las que buena parte eran de un alto valor ecológico, quebró la confianza de muchos en la capacidad de gestión de nuestra administración regional para prevenir y afrontar este tipo de catástrofes. En la sucesión de incendios forestales que arrastró España en la década finalizada en el citado año –228.000 incendios, a una media de más de 20.000 siniestros anuales – , la cifra total de fallecidos no llegó nunca siquiera a igualar el número de once. Incluso incluyendo una década anterior más, por suerte, sólo en los años 92 y 94, la cifra total de muertos en incendios forestales, para toda España, superó las pérdidas del de Saelices.
Es fácil comprobar cómo la aplicación de determinadas políticas medio ambientales está perjudicando a las infraestructuras de defensa de los montes, no sólo a la realización de nuevas sino a la conservación de las antiguas. Se dedican exagerados esfuerzos y dinero a políticas de «abandono» del campo, con el pretexto de lo importante que son para el medio ambiente. Detrás de este enfoque se encuentra el supuesto ánimo de conformar a algunos grupos que se autodenominan ecologistas y los criterios de cierto personal dirigente a nivel de Consejería, que permiten dejar decenas de miles de hectáreas de monte sin la dotación precisa de accesos, áreas cortafuegos y cortafuegos. Las consecuencias de lo indicado las pude observar en otro incendio, pues provocaron el aumento de forma considerable de la superficie devastada, me refiero al de Saceruela-Abenójar de agosto del año 2003 – Ciudad Real–, que entre otras “lindeces” originó unos graves daños al monte del lugar y perjuicios a muy diversos aprovechamientos de un importante número de pequeños propietarios.
El abandono de los montes y en particular de sus infraestructuras –caminos, cortafuegos, “querencias”, ..–, con la consiguiente aparición de vegetación invasora que crece de forma espontánea, convierte a nuestras masas forestales en terreno abonado para los incendios. Los resultados están a la vista y el coste en términos sociales, económicos y de deterioro del eco-sistema es astronómico. Se calculó que las pérdidas causadas por el devastador incendio de Guadalajara podrían ascender a los 300 millones de euros. En el incendio de Saceruela-Abenojar, la empresa eléctrica que judicialmente fue declarada responsable del origen del fuego, tuvo que indemnizar a los particulares con más de 4,2 millones de euros. Curiosamente la administración de Castilla-La Mancha no reclamó nada, cuando una superficie importante de la arrasada por el fuego era de su propiedad, quedándose sin cobrar los daños y perjuicios que le hubieran correspondido.
En nuestra región, si pensamos en un determinado monte, incluido en una Zona Sensible – sólo en la figura de ZEPAS hay más de 1.600.000 hectáreas en Castilla-La Mancha –, en el que un particular o un Ayuntamiento pretenda realizar una serie de obras destinadas a un plan de defensa de incendios – como sería el caso del mantenimiento o/y apertura de cortafuegos, áreas cortafuegos y caminos –, tendría que solicitar, al menos, permisos a la Confederación Hidrográfica de turno y al Servicio de Medio Ambiente. Además de comprobar si su proyecto queda recogido y cómo en los anexos del Reglamento de la Ley de Evaluación de Impacto Ambiental de Castilla-La Mancha, puesto que entonces precisaría someterse a una evaluación de impacto ambiental, ordinaria o simplificada. Aunque el Reglamento de la citada Ley no incluya en sus anexos el proyecto que se pretenda realizar, por su escaso tamaño o/y por tratarse simplemente de mantenimiento y no de obras nuevas, entre aquellas que precisan de un estudio de impacto ambiental como cuestión previa a su aprobación, no se estaría exento de ello, al pertenecer los terrenos a una Zona Sensible. Será entonces de aplicación lo que recoge sobre este particular otro artículo del citado Reglamento y, como consecuencia, cualquier obra de defensa precisará de una evaluación previa, sin graduar la necesidad de la evaluación en función de longitudes, pendiente del terreno, cantidad-calidad de la vegetación, si se trata de obras nuevas o de simple conservación.
La falta de recursos financieros que la administración dedica a estas cuestiones, sumado a sus políticas de “abandono” de nuestros montes, producen un número muy considerable de los males medioambientales que sufre nuestra Región. Son muchos los casos de particulares que deciden emplear esfuerzo y dinero en la limpieza de sus montes y en abrir cortafuegos ante la pasividad de acción administrativa en este terreno. Este empeño se traduce en la apertura de numerosos expedientes administrativos que finalizan en los juzgados.
Es necesario promover un cambio legislativo urgente de defensa del medio que rehúya las actuales políticas de “abandono” e impulsen una acción más directa sin excluir los aprovechamientos tradicionales de los montes – forestales, cinegéticos, ganaderos y agrícolas – y contando con la iniciativa privada.