Sangre, sudor y lágrimas es lo que se nos pide a los españoles en este vía crucis de la crisis que nos azota desde hace más de dos años, condenando al desempleo a cerca de cinco millones de personas, sin esperanzas no sólo para las generaciones de jóvenes, sino también para las intermedias, que pueden perderse en el abismo de la desesperación. Lo inadmisible de la mala gestión gubernamental es la pérdida de un tiempo fundamental, que hubiera evitado en gran parte ese 20 por ciento de parados e, incluso, medidas tan drásticas como la reducción, por primera vez, del salario de los empleados públicos; o rompiendo el Pacto de Toledo con la congelación de las pensiones, poniendo en peligro el futuro del Estado del Bienestar, especialmente en dos de sus pilares fundamentales como son la sanidad o la dependencia.
Somos conscientes del mal momento por el que atraviesan las cuentas públicas, el gran déficit de los Presupuestos Generales del Estado y la dificultad de cumplir con el Pacto de Estabilidad del 3 por ciento en el año 2013; también de los errores cometidos por un ejecutivo desconcertado y paralizado ante la gravedad de la situación económica. Lo contrario nos hubiera conducido a una situación como la que están sufriendo los griegos, algo que no deberíamos desdeñar si no se prosigue con reformas profundas en los diferentes sectores de la actividad económica, para que éstos empiecen a dinamizar la contratación de nuevos empleos, rompiendo los oscuros pronósticos del Fondo Monetario Internacional, cuyos informes nos vienen diciendo con reiteración que hasta el año 2016 España no comenzará a crear empleo de forma fiable.
Quizá es hora de arrimar el hombro, mirar al futuro, sin ofuscarnos en las malas políticas que nos han llevado a una precariedad no deseada y nos han colocado en el lugar que, por ahora, nos corresponde dentro de la Unión Europea, después de un período en el que nos hicieron creer que estábamos en el círculo de los países más ricos del mundo y que habíamos superado el PIB de Italia, estando, incluso, cerca de pasar a Francia. Todo un espejismo de nuevo rico como muy bien se ha demostrado en un corto espacio de tiempo. Al final, seguimos estando en la cola de Europa padeciendo la penuria de la crisis y reduciendo de una forma drástica derechos sociales, que, al fin y al cabo, siguen siendo infinitamente menores no sólo comparándolos con los países nórdicos, sino con nuestros vecinos franceses o alemanes.
Dicen los expertos en crisis que éstas presentan a su vez grandes oportunidades. En la historia de España se han perdido muchas de ellas; confiemos en que la actual debacle económica y financiera no nos introduzca en una larga etapa de decadencia, algo que no permitirían nuestros socios europeos ni la fiabilidad del euro. No es el momento de la desesperanza ni la frustración, sino de líderes y buenos gestores que marquen el camino hacia la innovación, la renovación y consolidación no sólo de la actividad económica, sino también de la imagen de España como país fiable en un mundo cada día más globalizado.
También es el momento del Estado del Bienestar, pese al recorte de derechos sociales. No el de quejarnos, sino de potenciar estos derechos. La Sanidad, el Sistema Nacional de Salud, es uno de los pilares que sientan las bases de los derechos de los ciudadanos, de la que nos tenemos que sentir orgullosos y procurar defender al máximo. El sistema sanitario, al igual que el de la dependencia, son generadores de puestos de trabajo y movilizan en su entorno diferentes sectores económicos como el tecnológico, el farmacéutico, la innovación y la investigación. Los cambios demográficos -con el aumento de la población, el envejecimiento y la inmigración- hacen cada día más necesario potenciar una sanidad que comienza a tener goteras en distintos frentes, especialmente en la esfera de los profesionales sanitarios y en sus malas condiciones de trabajo. La modernización del sistema sanitario, junto a la gestión de sus recursos -ineficaz en muchos casos- son reformas prioritarias que permitirán reducir gastos y abrir la puerta a nuevas contrataciones, incrementando además la solidez de nuestra sanidad pública.
Igual ocurre con el Sistema Nacional de Dependencia, una auténtica fuente de creación de nuevos puestos de trabajo, desdeñados por unos y oscurecidos por otros. Sus perspectivas son halagüeñas siempre que se impulse con energía su implantación en todos los niveles del Estado. Lo contrario condenaría a una extensa población a vivir de sus familiares o a la precariedad social, algo inadmisible en un país que se vanagloria de pertenecer al club de los más ricos del mundo.
Tanto en Sanidad como en Dependencia hay que introducir reformas, contando siempre con los agentes sociales, mejorando las condiciones de las profesiones sanitarias y asumiendo la necesidad de mejorarlas en eficacia y fiabilidad sin perder un ápice de su calidad, pese a los malos momentos por los que está atravesando este viejo país. Sólo con esfuerzo y renovando nuestro espíritu emprendedor podremos transformar lo que hoy vemos negro en bienestar. Para ello habrá que emprender reformas apostando por la innovación, la tecnología, la educación, la investigación y el sistema sanitario.