Sola, siempre sola, soy la madre de esta tierra, concubina del solano y la soledad. De manos hinchadas, encadenada a un mandil estampado de perpetua desdicha, alimenté de pena mi virtud. Ya no retumba en mis oídos el gorjeo de los gorriones del álamo blanco al amanecer. Mis piernas, doloridas de caminar toda una vida, apenas aguantan el peso de dos siglos. Cegué mis ojos con lágrimas de partida y encerré los adioses en la alacena de mi pecho, tantos que el alma se me quebró. Yo soy la madre de esta tierra, la que huele a jara y pimentón, la que enharinada canturrea coplas viejas, la que zurce los jirones de la historia doméstica en los ecos de los patios manchegos, la que malvive con la pensión de los recuerdos y espera paciente descanso para sus huesos.
Manuel fue mi único amor. Nos desposamos antes de que marchara a la guerra, y la guerra me robó el duz de la vida. Partió sin más patrimonio que la oxidada escopeta de su padre y los bolsillos vacios, raídos por la escasez. Me lo entregaron en una mugrienta mortaja cuatro fantasmas que olvidaron la sonrisa de mi Manuel en el frente. Y junto a la misma escopeta lo enterré. Era toda la herencia que había recibido de su padre, además de una buena saca de palos. Sólo pude retener de mi esposo el recuerdo de sus caricias en mi corazón y su simiente en mi fértil vientre adolescente.
Lo llamé Lorenzo porque al nacer su cara era redonda y brillante. Creció entre la penuria de la postguerra, un tiempo en el que sobraba hambre, odios y miedo. En cuanto reunió la entereza suficiente marchó a Alemania, no sé si en busca de un futuro o huyendo de la miseria. Veinte años después volvió muy envejecido, como la cáscara ya seca de una fruta exprimida. Trajo consigo a mis dos nietos, Celia y Alberto, que enraizaron en el pueblo, como abonados por la endémica vegetal. Su alegría regó días felices.
Los tiempos parecieron cambiar. Las faltas se desvanecieron. Recibimos las comodidades con los brazos abiertos y el lujo de las letras penetró como rayos de sol por las ventanas. Mis nietos estudiaron carrera en Ciudad Real, un pueblo grande que siempre codició las luces de la de las grandes ciudades. Mas las cosas no cambian ni aun cuando parecen cambiar.
Mis nietos partieron en busca del jornal que la patria de su sangre les negó. Celia en avión al extranjero y Alberto en ferrocarril en dirección a Madrid. Otra oportunidad perdida para este pueblo.
Su padre se fue apagando lentamente. Y aquí lo traigo para que se reúna con mi Manuel y juntos me acojan más pronto que tarde. Ahí están los míos, repudiados por la tierra de mis entrañas como broza inmunda, apartados por la cizaña que crece impune en nuestro campos.
Es la avaricia que corrompe la moral hasta el tuétano la que arranca el remordimiento del corazón de los hombres y fornica con el poder. Los señoritos ya no lo son por título o hacienda. Los caciques de hoy legitiman sus negocios y caprichos tras un velo de democracia, un continuo funeral que entierra en una urna nuestra voluntad. Así ha sido, y así será. El despotismo de hoy se decreta, se promulga, e igual que el antiguo, se lleva el sol, el agua y la tierra para que nada crezca alrededor. Nuestra gente es noble y justa, pero lleva demasiados años acostumbrada a servir, a obedecer y, sobre todo, a callar.