Se entraba así en una dinámica propia de las antiguas taifas en lo referente a los recursos hídricos de las comunidades autónomas. A falta de un Plan de Estado para el bien común básico y estratégico como es el agua, Andalucía corrió a blindar el Guadalquivir y Castilla-La Mancha, el Tajo, remedando a Cataluña, dueña y señora del Ebro cuyas aguas están poco menos que vedadas al resto de las regiones españolas.
Pero un Estatuto de Autonomía es mucho más que la regulación de los propios recursos, los planteamientos de financiación o la modernización y adaptación del texto a la realidad social y eurocomunitaria. Es, sobre todo y principalmente, la fórmula que fije para la elección de los representantes de sus ciudadanos. Es en ella donde se sustenta la esencia misma del principio democrático. Si un Estatuto de Autonomía no expone con claridad los criterios de representatividad en función de la evolución de la población, de modo que favorezca la equidad, la proporcionalidad y la igualdad entre las fuerzas políticas en liza, será un Estatuto deficitario y todo cuanto en él aparezca estará contaminado de ese déficit. También el agua.
El empantanado Estatuto de Autonomía, aprobado por el PSOE y el PP, únicos partidos con representación en las Cortes regionales, merced a la reforma electoral regional de 1998 que asombrosamente suprimió buena parte del artículo 16 de la Ley Electoral de Castilla-La Mancha de 1986, mantiene el espíritu bipartidista de 1998: es decir, el déficit democrático de unas Cortes regionales que colocan a Castilla-La Mancha, de nuevo, en una situación de singularidad negativa con respecto a otras comunidades autónomas. No en vano la férrea y artificiosa bipolaridad de la Ley Electoral fue producto de las maniobras del anterior presidente José Bono, que le puso alfombra a los disidentes de Izquierda Unida, reunidos en una supuesta Nueva Izquierda “de transición” pero que en el fondo perseguía dos objetivos: desarbolar a IU y alejarla aún más de la posibilidad de escaño en las Cortes autonómicas, y la “colocación” política de los disidentes. La maniobra posterior, ya de manos de Barreda como presidente, de aumentar un diputado por Guadalajara para difuminar la aberración de la Ley y otro por Toledo para evitar un kafkiano empate, fue un parche más en una ley que premia a los grandes, sobre todo al partido en el Gobierno, y castiga a los modestos, o lo que es lo mismo a la sociedad civil. Pero, sobre todo, fue una reforma espuria, ya que si por una parte evidenciaba la sinrazón de una menor representatividad de la provincia de Guadalajara con respecto a Cuenca, pese a tener más habitantes, por otra se evitó intencionadamente la necesaria reforma integral de la norma.
Es verdad que el presidente José María Barreda se comprometió a reformar la Ley en su discurso de investidura, ya que no fue posible hacerlo antes de las pasadas elecciones autonómicas, pero lo hizo a la carta, aumentando como queda dicho, dos diputados, uno por Toledo y otro por Guadalajara, con el único apoyo del Grupo Socialista, sin entrar a una verdadera puesta a punto de la piedra angular de todo sistema democrático: la Ley que regula las elecciones. Pese a que el número de diputados regionales puede llegar estatutariamente a 59, en la exposición de motivos de la Ley 12/2007 de 8 de noviembre (por la que se añadieron dos diputados), que reforma el artículo 16 de la Ley Electoral de 1986, se insiste en aras de la “austeridad” en un número de diputados por provincias “suficiente” para la tareas encomendadas, o sea el mínimo: 49, cinco “fijos” por provincia. La austeridad es utilizada aquí como límite a la profundización democrática, la participación y el reflejo de la pluralidad castellano-manchega, cuando ha habido ejemplos notorios de falta de austeridad, uno de ellos el sorprendente aumento de sueldo del presidente y un nutrido club de altos cargos, que acabó con la rocambolesca promesa de Barreda de donar la “subida” a la Cruz Roja, cuando la generosa autoretribución saltó a la opinión pública.
Y así, mientras los dirigentes políticos, los grandes partidos, y los medios de comunicación centran el debate en si caducidad del trasvase sí o no, si la suplen por una reserva estratégica de 600 hm3, es decir, mientras reiteran una y otra vez la materia hídrica del Estatuto reformado como sostén principal de la nueva norma, hurtan a la opinión pública la otra gran reforma necesaria y urgente, la de una nueva Ley Electoral justa que visualice en las Cortes la realidad política y social de la región.
El Estatuto de Autonomía es muy reivindicativo con el agua pero mantiene un indeseable déficit democrático, puesto que no articula criterios de representación actualizados que obligue estatutariamente a un profundo cambio de la Ley Electoral. No está muy errada la formación política IU o cuantas se vean afectadas por el férreo correaje de una Ley democráticamente endémica, pese al añadido de “sólo” dos diputados, cuando ponen en duda la validez democrática de unas elecciones viciadas y previamente reconducidas por una norma que facilita unos resultados determinados. Ya es hora que con la realidad demográfica de la región se adecúe la Ley al cuerpo electoral y se amplíe el número de diputados hasta el máximo -59- como medida de garantía democrática y de futuro. Sólo así habrá valido la pena reformar el Estatuto, ya que de lo contrario, dicha reforma no servirá más que para la rentabilidad política de la Junta en un nuevo intento de mantenerse en el poder a la mexicana, ante el silencio cómplice del PP que aspira a ganar por mayoría absoluta, el resultado más probable al que aboca una Ley a todas luces injusta.
La suerte de cada formación política depende en última instancia de los electores, y es probable que una Ley generosa no sea tabla de salvación de organizaciones políticas, pero al menos pueden optar a la pugna electoral con mayores garantías. Mientras no se acometa con decisión política la puesta al día del mecanismo de elección, el Estatuto de Castilla-La Mancha, el Estatuto del Agua estará “contaminado”.