¿Y mi madre? Una mujer desenvuelta, vital, exigente, malhablada, expeditiva, en ocasiones soez, merced a dos brazos tan elefansíacos como su cuello y con una fe indesmallable en la Virgen de la Cabeza. Cuando rezaba parecía una criatura indefensa pero en cuanto salía de la iglesia huían hasta los galgos. Un día se cruzó por la calle con Alsemo el de la Boquiche, que iba ondulando una cogorza descomunal, y como en una de sus derivas casi la derriba, le dio un pescozón que levantó las palomas de su modorra y a Anselmo le devolvió la sobriedad como por ensalmo. Mi madre era una buena persona, de las peores. Como decía el párroco: las personas buenas a lo bestia son las personas más mala del mundo. Y todo porque mi madre era capaz de cantarle las verdades del barquero al mismísimo Rey si se daba la ocasión con esos manotazos tan suyos sobre sus dos tetas descomunales. Mi madre tampoco era vampiresa, quiero decir, vampiro. Asi que con estos antecedentes, con este nombre, con mis otros atributos y mi nulo pedigrí, se preguntarán cómo es que siendo hijo de la Wencesláa y de Antonio El Sordo, soy hijo también de la Tiniebla, honor reservado a los malos con titulo nobiliario y fama universal. A mi me gustaría responderles porque a mi tampoco se me hace lugar para explicármelo. Sí, no soy muy original en mi incorregible soledad, soy un tipo solitario pero no huraño, puedo salir de día, voy a misa los domingos y creo que es allí arriba donde podré disfrutar de mis ideales anarquistas. Este es mi razonamiento: la condición humana jamás permitirá que el hombre llegue a un orden social perfecto, igualitario, colectivo y a la vez libre. Ni Dios tampoco, porque en ese caso no sería necesario. En conclusión, el anarquismo no es de este mundo. Lo de católico se ajusta a mi ideario mejor que otras ofertas religiosas: comunión de los santos, igualitos todos ante la presencia del Gran Jefe. Un poco rebuscado pero a mi me funciona.
Pero vamos a lo nuestro no vaya a ser que se nos pierda el discurso. Como les dije, soy católico, anarquista y vampiro. Sin embargo antes de proseguir les añado un detalle. Pese a mis modestos orígenes logré prosperar en la vida porque conseguí sobrellevar todas esas condiciones asombrosas y contradictorias que me hacían tan singular. Si les cuento ahora mi historia es para salir al paso de tanta bazofia como hay por los escaparates de las librerías y en el cine. Nada que ver con Walpole, Stocker, Lewis o el pobre Polidori, tan minusvalorado él. O la Schelley. Aquello era talento, creatividad, atmósfera, tensión, terror. Literatura grande, qué diantre.
¿Qué como es que soy vampiro? ¿Cómo empezó todo? Verán. Yo tendría unos dos añitos cuando mi madre me descubrió comiéndome una rata a la que le había arrancado la cabeza de cuajo, en realidad no para comérmela sino para sorberle los jugos, y comprenderán su reacción. Como la rata era de tamaño más bien gatuno y abultaba lo que yo, no se sabía si era la rata la que se me estaba zampando como era lo más lógico o era yo el que le estaba chupando la sangre al desgraciado roedor.Y así empezó todo. A cada día que pasaba necesitaba beber sangre porque si no me ponía malo. No, no se dejen llevar por su imaginación. Soy un hombre de aspecto normal, quizá un poco más vigoroso de lo que corresponde a mi edad, y fui un niño y un adolescente normales si hacemos la salvedad de mi adicción. Yo era como un diabético y la sangre era mi insulina. Mi madre me acarreaba la sangre del mercado, el matadero o de alguna matanza, nunca faltaba y cuando escaseaba bocadillos de morcilla. Bebía sangre de animal, animal irracional, me refiero, pero como ya estarán adivinando, a mi también, me llegó el momento de la gloriosa experiencia de catar la sangre humana. Fue en el colegio. Estábamos jugando a la pelota. Un niño en su afán de hacerse con el balón se trastabilló y fue a caer al suelo. Para no dejarse los dientes sobre el alquitrán aterrizó con las manos con tan mala fortuna que la derecha se la ensartó en un clavo errante del tamaño de un cortafrío. Noté como si todo girara alrededor de mí, me puse pálido y a la velocidad del rayo me lancé sobre mi compañero y empecé a chuparle la herida con verdadero delirio. No había fuerza humana que me apartara de él. Hasta que llegó el maestro y de un empujón me desgajó de mi sorbete. Yo tenía una cara feliz, inenarrable, los chicos y el maestro, cara de alelados y lo que fue más increíble: al otro niño se le cauterizó la herida de repente. Me pusieron el sanguijuelas, el Sangui, para ahorrar y desde entonces conviví pacíficamente con mis vecinos. Si ocurría algún percance de herida leve pero de sangre abundante me llamaban de inmediato para reparar el desperfecto. Todo iba bien hasta que conocí a mi primera novia, Marijuana, la hija del practicante que iba para maestra. Pero esto se lo cuento otro día. Los años pesan y pasan y esta noche me encuentro un poco cansado.