A regañadientes, acepto que no me queda más remedio que tragarme la cola de más de quince y menos de veinte personas en la ventanilla del centro debido a que las ventanillas laterales están cerradas (aquella en la que puede leerse “información” incluida). Sin uñas ya en los dedos, llega mi turno.
-Hola, buenos días, me gustaría saber la combinación de autobuses Ciudad Real-Socuéllamos.
– ¿Ahora?
– ¿Qué te hace pensar algo distinto, majete?
– Un momento, por favor
– Por supuesto,
– Pues tienes el de las 12.30 horas, que acaba de marcharse, y el de las 17:00 horas.
– ¿Y el de las dos? ¿De verdad habéis quitado el de las dos?
– Sí.
– Qué desfachatez.
– Siguiente
Llamo a mi madre para advertirle que no llegaré a tiempo de degustar su deliciosa paella mientras me dirijo al baño ¾ porque yo soy de esa clase de personas que adolecen de diarrea con sólo pensar en la idea de viajar ¾. Por suerte, me percato de que un líquido medio viscoso cuya naturaleza prefiero ignorar flota a sus anchas en las baldosas de los servicios de chicas y subo mis pantalones hasta las rodillas para evitar mancharme.
Como si hubiese inhalado etanol entro en un estado de semiinconsciencia que aumenta a medida que me acerco al aseo. Me desmayo mientras bajo mis pantalones y sujeto la puerta sin cerrojo al mismo tiempo. Despierto desconcertada y tardo unos segundos en reaccionar: la puerta se ha atrancado, mi móvil primera generación ha muerto tras caer al retrete (mientras yo me desmayaba, supongo) y sospecho que el hedor del mingitorio me hará desvanecer una vez más.
Efectivamente, desvanezco una vez más. Pierdo la noción del tiempo. Intento derribar la puerta en vano, pues hace días que dejé de desayunar galletas Tosta Rica y carezco de la fuerza suficiente para llevar a cabo la empresa. Pido auxilio a pleno pulmón, pero nadie viene a socorrerme. El pestilente olor es cada vez más intenso, así que pierdo el conocimiento sobre mí misma y sobre la situación que me rodea. Me pongo en cuclillas y empiezo a balancear mi cuerpo a gran velocidad.
Oigo pasos. Alguien entra en el aseo y pulveriza un ambientador. Después oigo cómo marca una “X” en lo que supongo será el cuadrante de la limpieza. Dudo entre deshacerme en vituperios contra el empleado en cuestión que no ha hecho ni la mitad de su trabajo (limpiar el baño, se entiende) o pedirle ayuda. Socorro pido. Auxilio recibo.
Entre lágrimas me dirijo a la cola de la ventanilla del centro una vez más. Son las 12:37 horas del día siguiente. No doy crédito a lo sucedido y maldigo mi mala suerte. Saco un billete para el autobús de las 17:00 horas y me dirijo a la cafetería de la estación a fin de tomar el café solo que habría de devolverme la cordura. Desde la barra contemplo lo tétrico de ese lugar. La estación de autobuses de Ciudad Real debe ser uno de los no lugares más tristes y feos del mundo. Vuelvo a desmayarme.
Y desde entonces hasta hace poco más de una semana he vagado en busca de la técnica milenaria que me haga superar el síndrome opuesto al de Stendhal. Encarecidamente le recomiendo la acupuntura, querido lector. Ya he vuelto a la vida normal, eso sí, ahora es mi madre la que viene a visitarme a mí.