Podríamos pensar que con la evolución del pensamiento, con el avance de la ciencia, con la posibilidad real de ir encontrando respuestas a algunas de aquellas cuestiones que angustiaban a nuestros antepasados, las mitologías quedarían reducidas a meros artificios literarios que –aunque interesantes y dignos de ser conocidos y estudiados para explicar nuestra propia historia- podrían ya dejar de dirigir de forma omnipresente nuestras vidas. No es necesario adorar al sol cuando, aún sin hacerlo ni prestarle una atención especial, nuestra estrella más próxima seguirá iluminando y calentando cada día nuestro planeta. Ni es necesario presentar ofrendas a los dioses del Olimpo cuando sabemos que el rayo y el trueno no se producen porque esos dioses estén irritados con los pobres humanos, sino por el efecto de la diferencia de potencial eléctrico entre las nubes y la tierra bajo determinadas condiciones físicas.
Pero está claro que no es así. Y los acontecimientos del día a día nos indican claramente hasta qué punto seguimos dominados por los mitos, los dioses de los nuevos Olimpos que se levantan contra la razón, los ídolos (de barro, oro, madera.., o de huesos, carne y pellejo) que se van poniendo en pié para el desaforado consumo de las masas… Y continúan las ofrendas disparatadas ante esos ídolos modernos. Del mismo modo que una familia pobre -en tantos lugares del mundo, y no sólo en tiempos remotos sino también en la actualidad- es capaz de privarse de la escasa comida con la que puede subsistir, o del billete que constituye su magro patrimonio dinerario, para ponerla a los pies, o prenderlo en el manto, de una imagen “sagrada”, se hacen también ofrendas escandalosas de miles de millones -a pesar de todas las crisis y todas las dificultades económicas que dicen estamos atravesando- para conseguir, por ejemplo, los favores divinos del último ídolo del fútbol (el cual, naturalmente, se larga a Miami y demás paraísos de su agrado para vivir como ese dios que le hacen creer que es la panda de descerebrados capaces de aplaudir y sostener estas situaciones).
A costa de la moderna idolatría, de la superstición interesadamente renovada, medran por los platós de las cadenas televisivas diversos especímenes del papel couché -exhibicionistas, vociferantes y patéticos en diverso grado- que no tienen desde luego problemas para comer, sandunguear por playas, fiestas y “saraos” o pagar las hipotecas de sus mansiones, gracias a la adoración estúpida y bobalicona (o a los inexplicables votos otorgados en ciertas elecciones) de aquéllos que -¡mire usted por dónde!- sí que tienen bastantes problemas para resolver esas “minucias” del día a día. Aunque todo se sobrelleva mejor y duele menos, qué duda cabe, con ese colorín y ese “glamour” que tan generosamente nos sirve el “famoseo” (¡ele!).
En estos días ha muerto, en circunstancias más bien penosas, uno de los más grandes ídolos del pop de las últimas décadas. Los telediarios de todo el mundo han dedicado extensísimos espacios al magno acontecimiento. Los grandes periódicos han imprimido secciones especiales a lo largo y ancho del globo y muchas revistas han tirado ediciones exclusivas glosando el inesperado óbito. Por supuesto, y ya de paso, se ha desmenuzado toda la trayectoria vital del ídolo, como si de un moderno mesías se tratara, engrandeciendo, o disculpando al menos, los aspectos más oscuros de su biografía. En muchos lugares del planeta multitudes enfervorecidas han puesto en escena diversos rituales de histérica sacralidad: llantos, cánticos y danzas, altares callejeros con abundantes ofrendas florales, visita a los diversos “santuarios” relacionados con la existencia del mito… No hace falta decir que las compañías discográficas se están frotando ya las manos a cuenta de los millones de discos-homenaje con que inundarán el mercado; y los que posean o puedan conseguir algún objeto, abalorio o prenda relacionada con el divino ser se considerarán los más afortunados del mundo. Junto a toda esta parafernalia resultan doblemente tristes el olvido y la indiferencia que se abaten sobre una gran parte de los auténticos benefactores de la humanidad: desde los investigadores cuyos descubrimientos salvan miles de vidas o mejoran las condiciones de la existencia humana, hasta el médico, la enfermera o el cooperante perdidos en la última aldea de África; el periodista que se juega el pellejo queriendo ofrecernos la verdad que se nos oculta en tantas guerras y conflictos; el maestro que se deja la piel y la salud intentando liberar la mente de sus alumnos de errores y prejuicios seculares; o incluso el humilde agricultor que, con su duro trabajo de cada día, es capaz de obtener de la tierra aquello que nos sirve de alimento… Claro que, ¿cómo comparar a estos simples “currantes” con los magos del balón, los guapos pijos de la prensa rosa o los reyes del gorgorito, que tan buenos ratos nos hacen pasar con sus asombrosas habilidades?
En fin, ¿cuántos siglos harán falta aún para derribar todos esos ídolos que nos anestesian, nos tiranizan y nos vuelven imbéciles? En esta pugna, de momento perdida, las “fuerzas oscuras” podrían proclamar este parte de la victoria: “En el día de hoy, cautivas y desarmadas la razón, la sensibilidad y la consciencia, han alcanzado los ejércitos de la mentira, la estupidez y la ignominia sus últimos objetivos militares. ¡La guerra ha terminado!”.