El Cero es la nada y el todo; un solo Dios, marcó el Uno; inevitablemente el Dos: el bien y el mal, la guerra y la paz, el odio y el amor, cada cosa tiene su contraria, sí, el Dos; el Tres, la Santísima Trinidad -(era católico)-, los Jinetes del Apocalipsis son Cuatro; Cinco la afamada sinfonía de Beethoven que había oído por la mañana, otra vez popopopóm; Seis, eran los miembros de su familia, y el Siete, el número de su casa. Al Ocho no le encontró ninguna aplicación esotérica aunque probablemente la tuviera, no era un experto, ¿el Ocho?, sin éxito. Abandonó. El Nueve, el tiempo que tarda en hacerse un hombre, y el Diez el número ansiado en sus tiempos de estudiante.
Saboreó un coñac. Francés.
{mosgoogle}-La combinación –se dijo- quedaría pues de esta manera: 3-10-11-28-35-42.
Roque Félix sumido en la penumbra de la lujosa biblioteca de su casa, iluminado por una lámpara sin precio, cerró el libro del estúpido manumisor, puso sobre la cubierta del libro el boleto y comenzó a rellenarlo con cuidado de no equivocarse. Respiraba como si se hubiera dado un buen tute de gimnasio, el suyo personal, claro, y percibió como si una voz interior le ratificaba la validez de la combinación, susurrándoselos al oido.
Se levantó. Al otro lado de la lámpara, en un hueco de pared entre estanterías donde apilaba el saber del mundo e incunables y manuscritos de incalculable valor, contempló el retrato de su bisabuelo, un hombre hirsuto de engominado pelo y bigote, que reposaba su mano derecha sobre el respaldo de un sillón con expresión de emperador aburrido. El otro brazo lo enarcaba sobre la cadera. Su aspecto era el de un ser espiritado por su pertinaz inapetencia, el de un católico lleno de pavores, según le contó su padre.
Roque Félix hizo un pequeño acto de contricción porque el mero hecho de decidirse a participar en un juego de azar de esa calaña, mancillaba la nobleza familiar, máxime cuando había recurrido a un caprichoso juego con los números, en el que había involucrado hasta sus creencias religiosas. Y todo por 800 miserables millones de euros.
Apagó la luz y el retrato desapareció en la oscuridad.
A la mañana siguiente, cuando bajaba a desayunar escuchó una conversación doméstica que mantenían alegremente dos de los cocineros en la cocina. Se detuvo y puso atención.
-Ochocientos millones de bote. ¿Sabes cuánto millones de pesetas son?
-No lo sé, he intentado multiplicar y siempre me atranco, pero mucha pasta.
Luego uno de ellos recitó de memoria la combinación jugaba y a Roque le pareció divertido que la de sus cocineros y la suya coincidieran en tres números.
Hacía una mañana radiante cuya luz reverberaba en las cataratas de agua de las fuentes ornamentales de un plácido y amplio jardín de césped milimétricamente rasurado, vigilado por los ojos ciegos de estatuas clásicas.
Roque Félix besó a su hija que se le subió de un trote sobre las piernas y antes de marcharse al búnker le dio consejos sobre los buenos modales a los que estaba obligada por su posición y apellido. Hizo lo mismo con su mujer, un beso de costumbre, y se introdujo en su imponente coche oscuro, uno más, de cristales opacos.
Al pasar por la oficina de la lotería, ordenó al chófer que parara y sellara el boleto.
-Ni una palabra –le dijo.
-Entendido, señor.
Capítulo [3] –