LETRAS COLADAS: La casa de la señora Rábago (y 19)

LETRAS COLADAS: La casa de la señora Rábago Manuel Valero

Epílogo

La mujer depositó un ramo de flores sobre la lápida y después se recogió en un silencio de oración. Los últimos diez años había hecho lo mismo. Y siempre se le aparecía el señor Liébana con su saludable madurez de sexagenario al borde del acantilado, melena al viento, su pantalón blanco y su camisa azul tan ancha que flameaba como una bandera azotada por el vendaval, escuchando en su interior la inagotable sinfonía de la vida con todos sus vaivenes y claroscuros.

Recordó de nuevo, el impresionante hallazgo musical que logró el compositor durante su estancia en casa de la señora Rábago aquel agosto que aún, después de una década le parecía cercano, caliente como un pan recién hecho. Y el sobrecogimiento del público que asistió al estreno y la gran ovación que cosechó cuando la batuta ejecutó el último compás en un crescendo alucinante y la modernidad de la composición, una fusión de casi todas las músicas, una combinación de instrumentos tan atrevida pero tan bien atemperada que hasta los críticos más crueles claudicaron ante lo que estaban oyendo y el eco que tuvo en los medios y ellos allí en un palco principal al que miró el señor Liébana poco antes de comenzar el concierto y el gozo inabarcable de la dedicatoria  y la palabra cumplida de los periodistas locales que publicaron el 1 de septiembre de aquel año la última entrevista del artista y el horror de su familia y de todos cuando el músico se encogió sobre si mismo en medio de una tempestad de aplausos, se asió al atril de dirección, se mantuvo así encogido durante unos segundos y luego se desvaneció sobre el escenario y el público dejó de aplaudir desconcertado y los músicos se levantaron de sus asientos mirándose unos a otros. Murió en el camerino.

{mosgoogle}La mujer se inclinó luego sobre el mármol que acarició con ternura y lo besó. Creyó oír una música de eterna juventud en algún rincón de su cerebro y la tristeza de la visita, como siempre, se le tornó en una alegría inaudita cuando se despedía de aquella persona irrepetible que la reconcilió con la música y la convirtió en una prometedora pianista.
Se estaba incorporando la mujer del beso de despedida cuando oyó la voz de una niña que la reclamaba.

-Mamá, mamá…

-Ya voy, hijita.

Alba Tena se acercó a la niña, la cogió de la mano y luego de unos metros se unieron a un hombre de unos treinta y dos años que las esperaba.

-Ya he terminado, cariño. Vámonos –le dijo Alba a su marido-

Y mientras se alejaban, entre cruces tranquilas y cipreses apacibles volvió a ver entre las brumas cálidas de los recuerdos felices, la silueta imponente de la casa de la señora Rábago a la que nunca más regresaron porque la señora Rábago, incapaz de soportar entre sus paredes tanta soledad y porque entendió que después de la muerte de su viejo amigo y de aquel verano inolvidable hubiera sido un sacrilegio ponerla en alquiler. Una mañana contrató los servicios de una empresa de demolición y la mandó destruir.     

(FIN)

NOTA DEL AUTOR:

Gracias a miciudadreal y a su director por haber acogido con impagable amabilidad  en sus páginas este relato veraniego que no ha tenido otra finalidad que la de entretenerles durante este mes de agosto de la a veces antipática y trágica actualidad. Y gracias también a los lectores sin cuyo concurso el fascinante oficio de escribir carece de sentido. Ha sido una grata experiencia la de compartir con vosotros las andanzas veraniegas de la familia Tena en un lugar inconcreto de Cantabria, bellísima y acogedora tierra asomada a la montaña y al mar. Y si me permitís la moraleja, sí, no la oculto: las Artes, y entre ellas la música son un precioso asidero para sobrellevar el en ocasiones absurdo de las cosas que la televisión se encarga de difundir como un zafio altavoz con más frecuencia de la deseada. Feliz regreso al trabajo y al sustento de cada día, que no es poco. Gracias.            
                    
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