Hay una casa a las afueras del pueblo sobre un prado de verdor perenne que medio se asoma a un acantilado. Desde el porche se puede ver una pequeña playa a la que se accede por una senda sinuosa que serpentea entre rocas bajo el concierto ensordecedor de las gaviotas. Hay un pueblo, una casa a las afueras, una playa emparedada y una familia, los Tena, que todos los años le alquila la casa a Aurelia Rábago.
{mosgoogle}Gregorio Tena, un hombre robusto y tan sano que resultaba antipático, era el padre. Siempre buscaba el lado cómico de las cosas con comparaciones inauditas y un minuto sí y otro no, estaba riendo como un chaval. No tendría más de cincuenta años, el pelo cortado al estilo inconfundible del cincuentón que en los años mozos gastó melena, tocaba la guitarra y leía a Neruda. Estudió Filosofía y Letras pero fracasó en su tarea docente porque como le dijo a su novia de entonces, que lo dejó harta de tanta risotada-, “no se puede estudiar filosofía y estar descojonándose todo el rato”. Así que se preparó unas oposiciones que aprobó con la ayuda inestimable de un amigo importante del partido y entró a formar parte del ejército funcionarial de la Comunidad. Con todo, Gregorio Tena era un buen hombre y franco como su risa. La única vez que pasó un día sin reírse fue cuando se sacó una muela podrida y no tanto por la incomodidad sino por no agrandar aún más el brocal que le habían dejado en la encía.
Aurora era su mujer, hermosa y atractiva, mucho más en el esplendor de sus cuarenta y cincos años. Bien formada, con el pecho aún insinuante, era la antítesis de su marido. No reía nunca, sin que eso significara un carácter agrio y amargado, sólo que prefería la sonrisa, sobre todo como colofón a las risotadas de Gregorio. El pelo, negro hasta los hombros y unos ojos almendrados que todavía titilaban como en los tiempos de las revueltas estudiantiles. Era enfermera y curaba más con su aplomo y serenidad de carácter que con su ciencia.
Tenían tres hijos, Álvaro, de doce años, muy delgado pero saludable, un niño normal en todos los parámetros de la infancia despreocupada; Luis, de quince, un poco taciturno, grandón como su padre y retraído, pero muy seguro en precoces decisiones adolescentes, tanto, que su padre decía de él que en cuanto le llegara la edad del pavo, lo dejaba sin cabeza de un tirón y se lo comía con patatas. Riéndose, claro, a mandíbula batiente y suscrita la broma con la linda sonrisa de su mujer. Alba, tenía dieciocho, era agosteña de cronología personal, así que el día de su cumpleaños siempre coincidía con su presencia en la casa de la señora Rábago y esa tarde hacían fiesta hasta que la luna se deshacía en los primeros resplandores después de haber pintado el lomo oscuro del océano con su ancho trazo de plata. Por supuesto, invitaban a la señora Rábago y a Marina, pero la dueña de la casa que en esos momentos se sentía como una intrusa regresaba a la ciudad antes de la medianoche confiada en el manejo del automóvil de Marina.
Alba era una chica muy bonita, de exuberante juventud, despreocupada y práctica a la vez. Era la síntesis perfecta de sus progenitores y los chicos la asediaban con las tonterías habituales de los seductores tímidos. Alba contaba los días para su mayoría de edad, el 15 de agosto. Cuando le preguntó a su padre porqué no le había puesto un nombre de virgen, su padre le dijo que porque era una redundancia. Riéndose, por supuesto…
-¿Y tú qué sabes si soy o no soy virgen?
-Porque nada más se te ve y dan ganas de reverenciarte, hija. ¿Apuntamos la carcajada? Sí.
Fue cuando empieza esta historia que los Tena llegaron a la casa sobre el prado de verdor perenne y medio asomada al acantilado…