Felipe Medina Santos
Simplifiquemos las altísimas aspiraciones de la Civilización: queremos más agua, más luz, más petróleo, más carne, más coches, más móviles, más televisores y queremos, además, tener razón, ser más buenos, más justos, dar lecciones, concentrar una moral superior. Para tener más agua, más luz, más carne, más petróleo, tenemos que bombardear ciudades, ocupar países, sostener dictadores, serrar cotidianamente, minuciosamente, los grandes mandamientos que nos hemos dado; para tener razón, para ser más buenos, más justos, para dar lecciones y seguir concentrando una moral superior tenemos que engañarnos.
Estamos a punto de alcanzar la perfección en todos los terrenos; nuestro poder es ya tan fabuloso que podemos destruir el mundo y podemos al mismo tiempo perdonarnos.
Reivindicamos nuestro derecho a entristecernos, a enrabietarnos, a honrar a nuestras víctimas, a merecer compasión, a la atención de un psiquiatra, a no tener nunca, pase lo que pase, ninguna responsabilidad. Pero nuestro derecho a la inocencia, en un mundo en el que somos más fuertes, más ricos, más influyentes, exige desplazar a los otros permanentemente fuera de la humanidad común: si la tristeza de un israelí es natural, la de un palestino es una trampa; si la rabia de un londinense es justa, la de un iraquí es ideológica; si el dolor de un madrileño nos afecta, el de un afgano nos deja indiferentes; si el divorcio de un neoyorquino merece los lametones de un psicólogo, a un boliviano o a un haitiano la miseria no les puede dejar ninguna huella; si nosotros no hemos hecho nunca nada, si no podemos reprocharnos nada, si no somos responsables de nada, es que casi todos los demás, por activa o por pasiva, son unos malvados.
11-S, 11-M, 7-J, bombas en NY, en Madrid, en Londres (o esas otras, también anti-occidentales, en Bali y Sharm-e-Sheikh): a medida que «la guerra mundial contra el terrorismo» revela todo su fracaso, salvo para generar más terrorismo; a medida que los occidentales recibimos en casa un porcentaje mínimo del miedo y el dolor que generamos en otras partes a gran escala; a medida que el peligro se agrava para todos, más insistimos en la evidencia de nuestra pureza civilizada. Con una recurrencia casi pasmosa, desde hace unas semanas todos los análisis relacionados con los atentados de Londres giran en torno a cuestiones cuya aparente impersonalidad académica ya nos protege de otras preguntas: «¿Qué piensa un terrorista?», «¿Cómo se produce un fanático?», donde nuestra inocencia planetaria y nuestra superioridad moral se manifiestan y se confirman en la posibilidad misma de esta científica curiosidad intelectual («¿Qué piensa un caballo?» o «¿Cómo se produce un tsunami?»). El asunto es que ni nosotros ni nuestros gobernantes somos responsables de nada. Para absolvernos tenemos que psicologizar los motivos de los terroristas, descolgarlos fuera de la historia en los abismos de la ideología o de la metafísica. Lo que pretendió Aznar en el 2004 ante el escándalo de la mayoría, después del 7-J lo repiten los más sesudos intelectuales y lo aceptamos casi todos sin resistencia: no hay ninguna relación, se repica, entre la ofensiva islamista y la invasión de Irak, como lo demuestra el hecho de que EEUU sólo invadió este país después del 11-S. Dejemos a un lado la ilusión eficazmente inducida de un punto auroral, un «cero» de la Historia antes del cual no habría ocurrido nada y que instituiría el derecho original a cualquier forma de respuesta; de lo que no se dan cuenta los que insisten en la desconexión entre el terrorismo islamista y la invasión de Irak es de que, al romper esa relación, están despojando a EEUU de todo pretexto honorable y «civilizado» y justificando paradójicamente la rabia de los que, terroristas o no, consideramos completamente inadmisible el imperialismo estadounidense. Si no hay ninguna relación entre el terrorismo y la invasión de Irak, ¿por qué entonces EEUU invadió Irak? Si no queremos hacer historia, si preferimos evitar por si acaso los análisis económicos y sociales, resignémonos a aceptar, por lo menos, que tenemos dos problemas y no sólo uno: el de un terrorismo injustificado que vuela vagones de metro en Londres por pura «perversión ideológica» y el de un imperialismo injustificado que invade países y bombardea ciudades y encarcela y tortura por «pura perversión económica».
En víctimas humanas, en daño moral, en consecuencias legales, la diferencia entre ambos es tan grande que, incluso si llegamos a la conclusión de que no guardan ninguna relación entre sí, una mente ordenada y sensata (también occidental) no debería tener dudas acerca de cuál merece toda nuestra prioridad.
Pero como se trata de tener más petróleo y de ser más buenos, absolvemos el imperialismo que tanto nos beneficia y psicologizamos el terrorismo que podría obligarnos a reflexionar. Por eso, contra las bombas de NY, de Madrid y de Londres, no podemos concebir sino soluciones que aseguren, al mismo tiempo, nuestros privilegios y nuestra superioridad moral. Una, material, es la de pedir más policías, más leyes de excepción, más vigilancia capilar, aún a riesgo de gangrenar para siempre el concepto mismo de democracia. El problema se sobrentiende es que los niños bombardeados de Faluya «perciben» mal nuestras intenciones, «malentienden» nuestros propósitos: hay que convencerlos, pues, de que somos buenos. Para ello hablaremos con sus sus imames y sus dictadores y les pediremos que hagan un esfuerzo adicional de propaganda y represión. No queremos aceptar que, si hay realmente un problema de «conocimiento», es el de que en Irak, en Palestina, en Latinoamérica se nos conoce muy bien.El tristísimo entusiasmo de Kofi Anan frente a la propuesta de Zapatero sólo demuestra la terrible claudicación de la ONU y la aceptación de que los conflictos se decidan al margen del Derecho Internacional. A nadie se le ha ocurrido ni siquiera la solución muy moderada, antes de recurrir a la magia, de que las Naciones Unidas exijan la aplicación de todos sus principios y resoluciones.
La pregunta arrogante y auto-exculpatoria «¿qué piensan los caballos?» ha ido acompañada en estos días del estupor occidental de descubrir que los caballos que volaron el metro de Londres eran, después de todo, caballos normales: jóvenes integrados, buenos vecinos, sencillos trabajadores de los que nadie hubiera podido sospechar nada. ¿Cómo unas personas normales pueden sentir tanta indiferencia ante el dolor de sus semejantes? Diré que el estupor me deja estupefacto. La respuesta es tan obvia como inquietante: esos jóvenes se parecen ya bastante a nosotros. Hemos conseguido que casi todos los caballos del mundo piensen y se comporten como nuestros caballos occidentales. La normalidad de los terroristas de Londres, ¿no es nuestra propia normalidad? Personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia eran los alemanes que veían pasar los vagones camino de Auschwitz; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia, eran los nazis que gestionaban el transporte de judíos a los lager; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia, eran los estadounidenses que lanzaron la bomba sobre Hiroshima; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia, eran los chilenos y argentinos que arrojaban desde aviones a sus compatriotas maniatados y los que lo sabían o intuían y no dejaban de hacer la compra; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia son los marines que se divierten aperreando iraquíes y fotografiando su dolor; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia son los que, como Aznar, dijeron: «había vida antes de la crisis de Irak y habrá vida después de la crisis de Irak» y luego fueron a inspeccionar la reconstrucción de los hospitales de Bagdad que ellos mismos habían destruido; personas normales, buenos vecinos y virtuosos padres de familia son todos los que aceptan con naturalidad que su comodidad vale más que los dos brazos de Ali Ismail y la vida de los siete miembros de su familia. Somos todos un poco, bastante normales, como los jóvenes terroristas de Londres.
Pocos días después del tsunami de diciembre, algunos turistas ingleses se bañaban en una playa de Indonesia y bebían sus cócteles refrescantes protegidos por una alambrada detrás de la cual cientos de huérfanos alargaban implorantes las manos en medio de una escombrera de cadáveres. Las agencias inglesas, para no perder demasiado dinero, habían abaratado los viajes a la pobre tierra martirizada y los turistas habían aprovechado las ofertas. Según sus propias declaraciones, estaban «ayudando a reconstruir el país». Lo «reconstruían» entre risas, bajo el sol, gozando plácidamente de unas merecidas vacaciones, sin que el dolor colindante alterase sus digestiones.
Que algún filósofo me explique cuál es la diferencia moral entre la normalidad de los turistas y la normalidad de los terroristas. Hay, me temo, demasiadas personas normales en este mundo.