Felipe Medina Santos
Dice Federico, desde los púlpitos abiertos al histriónico fanatismo de sus prédicas, que al señor Aznar se le debería otorgar plaza de embajador especial de España ante el mundo. Es ésa una arraigada costumbre, habitual entre los ex presidentes estadounidenses, que Jiménez envidia como un signo inequívoco más del patriótico proceder que guía los destinos del ejemplar imperio americano.
Nada habría que objetar al reconocimiento de un afán que de seguro don Federico habría reconsiderado si el ex no fuera su admirado don José María, a quien debe acatamiento, sino su carísimo don Felipe. Sólo cuando se está apostado de por vida y oficio en la orilla del resentimiento se puede, desde el amargor de la congestión que da la hiel, proponer como heraldo de la diplomacia a quien no ceja de enlodarse en la tirria cada vez que se le ofrece una oportunidad.
El señor Aznar ha vuelto a mostrar esas académicas cualidades en la Universidad de Georgetown, cita programada posiblemente con la misma antelación que el reencuentro con su reelegido amigo, mister Bush. En esta ocasión nuestro ex presidente no se ha remontado a don Pelayo para justificar el encono terrorista de la morisma y la última hazaña bélica del peñón de Perejil, a la que también aludió en su conferencia. Se limitó a dar su personal versión de la pestífera ola de antiamericanismo que afecta a Europa, no porque la guerra de Iraq la haya exacerbado, sino porque EEUU ha quedado como la única superpotencia desde el colapso del imperio soviético, y eso duele a algunos.
Para don José María lo más grave y preocupante es que este nuevo antiamericanismo en alza no procede, como sucediera antaño con la dilatada y sangrante guerra de Vietnam, de la militancia callejera o del vocinglero extremismo izquierdista de pancarta, sino de los propios líderes europeos en muchos casos, en muchos países, incluido por desgracia el mío.
Ignoro el porvenir político, profesional o cívico que el señor Aznar apetece desde que se fue por voluntad propia de La Moncloa. Estoy por asegurar que no sería el mismo que sus manifestaciones públicas están labrando si el desalojo de su partido del poder no hubiera sido tan bochornoso ni tan traumático para su líder. No es nada saludable para quien estuvo al frente del Gobierno de una nación por méritos democráticos reincidir con ojeriza en críticas sin fundamento hacia quien le ha sustituido limpiamente por libre y soberana decisión de la ciudadanía. Esos once millones de españoles se merecen un ex presidente que los respete y no que los denigre ante un pueblo y una nación con la que España mantiene una vieja alianza al margen de disensiones efímeras o coyunturales.
Es muy probable que la ambición y soberbia de don José María le sigan impidiendo reconocer los sonados dislates a que una y otra vez le conduce su resentimiento. En su partido no se atreve nadie a taparle la boca y quien amaga una crítica, por venial que sea, tiene ganada la exclusión de la peana. En el Partido Popular sus correligionarios se sienten muy satisfechos vendiendo que su líder jubilado pesa más en el Despacho Oval que el propio Jefe del Gobierno de su país. A esto, a lo peor, igual lo llaman patriotismo quienes tan alto lo proclaman a la más mínima.
El rencor de los populares comulga con el de su presidente honorario, acaso retornable. Unos y otros se ceban mutuamente en la fobia al socialista vencedor, antiamericano y anticlerical -¡qué miedo!-, antes que en el constructivo reconocimiento de sus culpas. Con esa predisposición afrontará posiblemente el señor Aznar su ya cercana comparecencia ante la Comisión del 11-M. Mucho me temo que si no la modera habrá más motivos añadidos, de los muchos que se dieron en su día, para que él y no don Mariano perdiera las pasadas elecciones. Sus mal asimilados efectos parecen haberle abonado al permanente desbarre.