La medallita de Aznar

   Felipe Medina Santos

   En la por ahora inacaba sucesión de desmanes, barbaridades y mentiras que han poblado la pasada etapa política existe un asunto de gran envergadura política: la medallita de Aznar.

   Bajo su presidencia, el Consejo de Ministros aprobó por razones «de imperiosa urgencia» un contrato con un «lobby» norteamericano por valor de dos millones de dólares con el fin de recabar las firmas suficientes para que el Congreso de Estados Unidos concediera al Presidente español su medalla de oro, una de las distinciones más valiosas de aquel país. Se pagó también por lograr una buena audiencia a la conferencia que dio en el Congreso, aunque al parece la gestión del lobby no fue todo lo buena como era deseable y hubo que llenar el aforo de becarios y algunos conserjes.

   El asunto, al que la antigua ministra de exteriores le ha querido quitar importancia, no es la contratación de un lobby para resolver problemas de Estado. Todo el mundo sabe cómo funciona la «democracia» estadounidense y que hay que pagar para obtener cualquier tipo de resoluciones o actuaciones políticas legislativas o gubernamentales. Todos los gobiernos o grupos privados tienen que recurrir a estos grupos de presión, auténticos conseguidores de la modernidad, que se encargan de influir sobre las voluntades y de encauzar convenientemente los principios de actuación de políticos y gobernantes. La culpa de ello no la tienen, lógicamente, los que tienen que recurrir a estos celestinos modernos que se forran a cuenta de un sistema político corrupto, como esa misma práctica demuestra de la manera más fehaciente que pudiera darse. Los contratos comerciales, las relaciones diplomáticas, las inversiones, los intereses empresariales… todo está pendiente de esos hilos que mueve con extraordinaria habilidad un «lobby» u otro dependiendo del asunto del que se trate.

   Por eso, lo criticable no es que el Gobierno español contratara en su día a uno de ellos. Hasta ahí podemos llegar. Incluso tampoco es lo malo que la contratación se realizara sin publicidad, por una vía de urgencia inusitada y sin informar oficialmente. Hay operaciones de Estado que es lógico que se lleven con cautela y con reserva. Es algo que forma parte de las prácticas democráticas porque se supone que un gobierno representativo actúa con responsabilidad y honradez. No es eso.

   El problema es la perversión que supone un contrato de esa naturaleza para conseguir que el caballero presidente reciba un honor personal de esas características.

   Es realmente lamentable que para obtener un honor tan alto en Estados Unidos lo que se necesite sea mucho dinero, pero lo que es una escandalosa indecencia es que nuestro ex-presidente confundiera, con la aquiescencia de todo un Consejo de Ministros, su interés personal con los del Estado al que debe servir.

   Se trata, además, de una confusión que no ha aparecido ahora por primera vez. Tuvo su momento de máximo “glamour”, según dicen, en la boda escurialense de la hija y su hito más desafortunado cuando el propio Aznar reconoció a Radio Caracol de Colombia que se había quedado con documentos oficiales que ya no deberían estar en su poder. Aunque ninguno de esos dos hechos constituye desde luego el premio gordo. Este último cayó en otros números de los que aún no se ha sabido todo lo que se debe saber. Me refiero a las privatizaciones que ordenó sus gobierno, a la colocación de sus amigos o familiares directos como negociantes, banqueros o empresarios todopoderosos, al apoyo a golpistas en otros países, a la mano que se le echó a un criminal como Pinochet que estaba demandado por genocidio, terrorismo y tortura, o a las mentiras que llevaron a que su propio partido acabara teniendo una de las derrotas electorales más amargas y significativas de la historia democrática.

   Una confusión de este tipo, entre lo personal y lo que es del Estado, ha sido siempre propia de la extrema derecha española y es la que impidió que España se incorporase en su día a la vanguardia de las naciones modernas y democráticas. Ahora estamos en un momento de inflexión importante.

   Es fácil percibir que la transición política fue un proceso de intrínseco debilitamiento democrático. Las continuas y trascendentales concesiones a la extrema derecha del franquismo, a la clase política y económica que se había apropiado del Estado constituyeron un pesado fardo del que la democracia aún se resiente.

   En el tránsito difícil desde la dictadura a la democracia moderna el Gobierno de Aznar ha representado una etapa de involución democrática evidente que se ha traducido en la reversión de antiguos y antidemocráticos privilegios a la Iglesia, a grupos de conservadurismo radical en la administración de justicia, a personalidades y grupos del franquismo (como la Fundación Francisco Franco, sin ir más lejos), y a los sectores más oligárquicos y menos modernos de la economía y de las finanzas. Todo ello se ha notado en la falta de pulcritud democrática en la acción del gobierno, en la opacidad con la que se han llevado a cabo actuaciones significativas y en la corrupción que todavía permanece oculta gracias al dinero con el que se han podido acallar las voces más díscolas. Aznar permitió que el franquismo levantara la cabeza. Posiblemente, porque él mismo es franquismo.

   Esa forma de gobierno estaba condenada al fracaso. Antes o después se haría notar la falsedad de los discursos y el vacío de la retórica que los sustentaba. No se puede estar proclamando la superioridad del liberalismo y llevando a cabo una acción de gobierno que implica la intervención permanente, la quiebra de la competencia y la apropiación corporativa del Estado. No es de recibo afirmar que se lucha sinceramente contra el terrorismo y, al mismo tiempo, apoyar guerras injustas, inmorales, ilegítimas e ilegales que lo provocan. No se puede estar defendiendo al mismo tiempo a dios y al diablo. No se puede estar ocho años echando la culpa a los desmanes socialistas mientras los propios (que son una nómina mucho más amplia y socialmente mucho más nítidamente destacable) se están poniendo las botas en Gescartera.

   Nuestra democracia necesita limpieza. Necesita ventanas abiertas y aire fresco, respeto y transparencia. Las medallitas, las juergas y las prostitutas en Moscú que se las pague el que las quiera pero con su dinero. El que ponemos entre todos, que se use para otras cosas y que sepamos claramente cuáles son y cuánto cuestan.

   Y, mientras tanto, no vale con responder diciendo que se desprecian las denuncias. Lo despreciable, en todo caso, es el mal uso del dinero público, la irresponsabilidad y la felonía, sea quien sea el que esté implicado. Que se sepa la verdad y que cada cual asuma la responsabilidad que tenga. Desde el primero, hasta el último.

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