Shanghái

“Los sueños aguardan secretamente el despertar”
WALTER BENJAMIN

En agosto de 2013 tuve la ocasión de viajar a la populosa ciudad china de Shanghái. Mi objetivo era supervisar los procesos de producción de varias industrias de aquel país, en las que fabricaba tejidos un importador español al que, la Entidad Pública en la que yo trabajaba, le adjudicó varios contratos de suministro de material textil para la confección de uniformes. El vuelo lo hice desde el Aeropuerto de Madrid-Barajas con escala en París.

En mi viaje en solitario, me las apañé como mejor pude con mi más que limitado inglés. Después de dos horas de viaje, llegamos al parisino aeropuerto Charles de Gaulle. Nuestro vuelo para la ciudad china, salió con mucho retraso, por lo que pasé cinco horas en el recinto aeroportuario y, entre otras muchas cosas, presencié un hecho insólito.

Una pareja, que por su atuendo parecían judíos ultraortodoxos, se negaba a pasar por el detector de metales. El hombre iba en silla de ruedas y pedía que lo dejaran pasar sin ser cacheado. Ante la insistencia del personal de seguridad, él vociferaba y, para sorpresa de todos, en un momento determinado, se bajó de la silla. Luego el individuo se quitó parte de su atuendo y, entre otros artilugios, se despojó de un cilicio que llevaba adosado a su cuerpo.

Al final sacó un libro que comenzó a leer gesticulando y en voz alta mientras parecía invocar a no se sabe quién, hasta que llegaron los gendarmes y lo trasladaron a alguna dependencia más discreta, donde posiblemente lo invitaron a hacer lo que a todo el mundo.

El vuelo duró diez horas. La mayoría de los pasajeros eran chinos, unos pocos franceses y algún que otro, —como era mi caso—, de otras nacionalidades. El pasaje parecía ser de aquel país asiático que hablaban —y supongo que muy bien—, su idioma nativo, chapurreaban un inglés ininteligible y entendían poco el francés, lo que causó malestar entre los pasajeros galos. Una joven francesa, que iba a mi lado, se enfadó con las azafatas a cuenta del idioma, con una de ellas porque no me atendieron cuando pedí un zumo de naranja en inglés. 

Mientras nos acomodábamos vi en la parte opuesta del avión, a una pareja con un niño que empezó a decir en español, un papá y mamá lastimeros que parecían como de llanto gitano. Pero no se quedó en eso, cuando el avión despegó, comenzó a llorar más fuerte. Yo miraba a la madre y veía que tenía rasgos asiáticos, pero me decía, ¿serán españoles? Nada, pensé, es que para decir mamá y papá cualquier idioma es válido y el español es muy socorrido. Después de cenar me dormí hasta las cinco.

Cuando desperté miré por la ventanilla y vi que no estaba amaneciendo, sino que era casi mediodía. Estábamos, según indicaban las imágenes de la pantalla del avión, cerca de Mongolia. Pero quedaban cinco horas de viaje, así es que cerré la ventanilla y me volví a dormir. A las ocho nos despertaron para darnos, no sé si un desayuno o el almuerzo.

Me levanté del asiento para estirar las piernas y me encontré con el padre de la criatura a la que le hablaba en español. Después de tantas horas casi sin hablar, me dije, esta es la mía. El hombre me contó que era de Zamora, que se había casado con una china, que iban a visitar a la familia de ella y que tenían ese único hijo. Y yo le conté algunas cosas y el motivo de mi viaje. Luego, se acercó a nosotros una azafata que nos invitó a sentarnos.

Cuando salí del aeropuerto había 42 grados de temperatura y una elevada humedad, que hacía insoportable permanecer en la calle. El tráfico era un caos, los semáforos no se respetaban, las motos se cruzaban por cualquier sitio, incluso circulan en dirección contraria. Algunos coches iban sin matrícula y los golpes se veían cada tres por dos. En aquel primer recorrido vi tres accidentes. Y se veían carromatos y bicicletas junto a los automóviles.  

Mi primer recorrido por Shanghái, fue muy ilustrativo. Allí vivían entonces unos veinticinco millones de personas, más habitantes que en todo el continente australiano; era la ciudad más poblada del país; y su actividad no paraba ni de día ni de noche. Por otra parte, el contraste era brutal. Junto a grandes rascacielos y edificios modernos, había templos y edificios, sobre todo del siglo XIX, que le daban un aspecto señorial y cosmopolita a la vez.

Tenía como acompañantes a un técnico español —que hablaba perfectamente el inglés y utilizaba una aplicación del móvil, para entender el chino—; y otro nativo que, además de su idioma, hablaba un inglés fluido y chapurreaba el español.

En una plaza cercana al hotel organizaban espontáneamente un baile típico todas las noches. Poco después de cenar me fui a dormir. Eran las doce de la noche y había cuarenta grados de temperatura. Aunque gracias al aire acondicionado pude descansar.

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