Uno podría entrar en el recinto ferial con los ojos vendados y saber milimétricamente dónde encontrar lo que busca y dónde está cada una de las piezas que conforman ese puzzle vetusto que ofrece una imagen estática y parada, como casi todo lo que acontece en esta ciudad.
Con los ojos vendados, sabríamos cuántos pasos dar para llegar al puesto de turrones, al de berenjenas o al de navajas…, a qué distancia movernos para llegar al bingo de todos los años o a los puestos donde se puede llevar uno un pequeño pollo, un pez iridiscente o cualquier otro adminículo exótico. Sabríamos deambular sin problema hasta llegar al merendero central, sentiríamos el calor de los pollos giratorios justo en el momento en el que nos dijéramos: «aquí están los pollos giratorios», y así un largo etcétera.
Como en tantas cosas de nuestra ciudad, somos rehenes de la tradición, de esa máxima de que las cosas siempre han sido así y, por tanto, deben seguir siendo de esa manera. Peligrosa inercia que sólo nos obliga a mirar hacia adentro y hacia atrás, a girar en círculo, sin avance. Por esa inercia monótona, la feria es un especial momento de hastío y aburrimiento, donde sabemos que todo va a ser como ha sido siempre. La feria es la gran síntesis de sus atracciones mecánicas, cuya único principio es el movimiento estático, que no lleva a ninguna parte. La feria, como sus atracciones móviles, gira, se mueve, se repite, pero no se desplaza ni avanza de ninguna manera. Alrededor de ese ferial, además, todo gira en torno a los mismos usos: alcohol, sangre de toro, alcohol, saltos hípicos, alcohol, juegos infantiles, alcohol, conciertos con sonido de disco de pizarra, alocohol, etc, alcohol, etc… Los padres llevan a sus hijos a las atracciones hasta que esos hijos puedan ir solos a beber alcohol y sus padres, libres ya de sus hijos, puedan ir al vermut a beber alcohol, o a una terraza de la feria a comerse un pollo maridado moderadamente con alcohol.
Hace cincuenta años quizás la feria fuera un bazar de sorpresas, de emoción, de imaginación. Hoy, cuando la vida toda de nuestra sociedad del espectáculo es en sí misma un bazar, un todo a cien de usar y tirar, poco hay que nos atraiga en estas ferias. Quizás hace cincuenta años se esperara la feria para disfrutar o comprar aquello a lo que sólo se podía acceder durante estos días. Pero ahora, la feria es un museo por el que uno pasea sin mayor excitación. El reto está en dejar de ser espectadores de un museo y crear una feria que nos emocione hoy tanto como la de antaño emocionaba a nuestros antepasados.
Quizás, lo único que atrae de la feria es esa imagen parada, comprobar que el puesto de turrones, en el que nunca compramos, estaba ahí cuando éramos pequeños. Esta percepción estaría en perfecta sintonía con el espíritu de regusto por el pasado desaparecido. Esa afición local por las fotos antiguas que muestran un espacio urbano desaparecido por el que ya no se puede pasear. Si en Ciudad Real todo ha sido destruido (o ha desaparecido) reconforta comprobar que al menos la feria es esa ruina cierta y real que aún sigue en pie, como decorado que nos reconcilia con nosotros mismos, por el que podemos pasear, aunque en el fondo nos traiga al fresco la precariedad o las condiciones del vendedor de cocos, los negros que venden relojes, o la procedencia indeterminada de los que venden cosas indeterminadas. Lo reconfortante es pasearse por ese ayer que es el ferial de hoy.
Hay espacios en los que parece que está vetada la innovación y el progreso, cuando en muchos casos, si no todos, lo que hoy consideramos tradición y costumbre no es sino un acto de ruptura innovadora producida en un momento remoto u olvidado.Creo que este ámbito festivo sería idóneo para activar un gran opinómetro sobre innovación y actualización de cómo quieren los ciudadrealitas disfrutar las fiestas. Quizás el resultado fuera dejar todo como está, quién sabe, o quizás, con ideas originales, frescas y creativas fuéramos capaces de crear unas ferias que nos volvieran a emocionar, y que fueran capaces de conciliar la innovación y las berenjenas de orza.
Alberto Muñoz
Con los ojos bien abiertos
Fiel reflejo de mi visión de la feria.
Todos los años lo mismo ¿Para qué ir? Este año ni me he molestado…
Alberto:
Me gusta mucho el análisis que has hecho desde el plano intelectual. Sin embargo, y aunque nos parezca fuera de nuestros planteamientos, también nos encontraremos a gente que de verdad disfruta con eso, con la feria real. Hace unos años coincidí en en tren con un señor que me reconoció que, para él, el acontecimiento semanal que daba sentido a la rutina de su barrio era el mercadillo.
Pero para mi humilde punto de vista, la feria también tiene un fondo deprimente: luces cegadoras y la música pachanguera atronadora «de la que que más aceptación tiene en en momento» para ocultar la dureza de la vida de los feriantes (¿cuántos pasan por el Recinto Ferial a la hora de la siesta?) y de los SUBFERIANTES, para quienes las condiciones de vida son peores todavía. Agárrate las tuercas, que entre los subferiantes también hay categorías: los que trabajan, vete tü a saber por cuánto, para los dueños de la manta y el generador, todo para llenarle los bolsillos al Gran Chino.
La feria es ese payaso de risa forzada que tiene que pagar sus facturas. Un saludo.
Tambien para mi la feria es monotona y aburrida,siempre lo mismo,una de las razones de que los jovenes se vayan al botellon y los mayores ni nos molestamos en ir, pa que!!!.